CAPÍTULO 10: Llamas y polvo (Final)

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Dejó la puerta abierta, dado que, en realidad, dudaba de que fuese a necesitar mucho tiempo para confirmar su suposición. La sala estaba oscurecida por las sombras que propiciaba la caída de la tarde, fría ante la ausencia de ningún inquilino durante todo el día. El retrato la observaba, pero ella rara vez le había devuelto la mirada. Cruzó la estancia, la alfombra amortiguando el sonido de sus pasos en su camino hacia el escritorio. 

Un vistazo superficial al tablero fue suficiente para evidenciar que todo estaba perfectamente ordenado. Se sonrió, su padre siempre había sido muy estricto consigo mismo a la hora de cuidar que cada cosa tuviese un lugar y que todo estuviese en su sitio, sin embargo, había creído posible que su temprana partida a Brenol esa mañana, que la inquietud que esta le habría generado, hubiese bastado para perturbar su habitualmente inamovible pulcritud. Experimentó una extraña sensación de alivio al comprobar que no era así, resultaba agradable darse cuenta de que algunas cosas nunca cambiaban.

Saira no había tenido un día especialmente ajetreado, la partida de su padre había sido lo más reseñable de la jornada y había sucedido tan pronto en la mañana que casi daba la sensación de que habían transcurrido días desde que se marchó. Terminó de aproximarse al escritorio bajo la mirada del retrato, solo para cerciorarse de que lo que había dejado encima estaba correctamente dispuesto, a pesar de que tenía la certeza de que así sería. Hablando con franqueza, Saira hubiese preferido mil veces tener algo con lo que ocupar su tiempo en lugar de pasarse las horas buscando ocupaciones con las que distraerse. La inactividad únicamente le había servido como excusa para rumiar una y otra vez lo que sabía, lo que se temía y lo que podría llegar a ocurrir.

Le preocupaba mucho su padre. Ella sabía mejor que nadie que la extraña enfermedad que había irrumpido en Belrege hacía unas semanas, en caso de propagarse, daría lugar a consecuencias catastróficas, igual que tenía la seguridad de que su padre era el más indicado para tratar de encontrar un tratamiento eficaz o contener la infección y así evitar que se convirtiera en una epidemia. Ahora bien, no creía que esas evidencias, por sí solas, justificasen su viaje a Brenol. 

Circulaban rumores preocupantes sobre la capital, había oído decir que la ciudad estaría bajo la amenaza de los insurrectos de Tesdes muy pronto y, dado que Tulio había podido confirmarle que esa insurrección era real, temía que todo lo demás también lo fuera. Tenía la irremediable sensación de que su padre había acudido directo hacia el peligro, le agobiaba la perspectiva de que quedase atrapado en mitad de una turba rebelde, ¡podrían hacerle daño! Pero, al parecer, esa posibilidad no había bastado para disuadirlo. Saira había esgrimido el argumento del peligro ante la revolución, había aludido a la certeza de que, aunque avisara, pocos habría en la capital interesados en dar prioridad al estudio y prevención de esa enfermedad en las circunstancias en las que se encontraban, incluso había llegado a poner en duda la gravedad de la situación, no en vano, habían pasado dos semanas enteras sin que se hubiese producido ningún caso nuevo, de tal modo que era posible que aquella dolencia, fuera cual fuese su procedencia, se hubiese extinguido por sí sola ... Pero no había sido capaz de hacer que se replanteara su decisión de marchar a Brenol. 

La determinación de su padre, a pesar de todos los inconvenientes y peligros que entrañaba su marcha, no había menguado un ápice, a despecho de que él tenía que ser consciente de que el riesgo que asumía no era proporcional al hipotético beneficio que podría generar.

Cogió el cuaderno que estaba en el centro de la mesa, a sabiendas de que se trataba de aquel en el que su padre había ido anotando todo lo relacionado con la enfermedad de Belrege. Resultaba notable que lo hubiese dejado atrás cuando su partida estaba motivada, precisamente, por todo lo que contenía aquel manuscrito. 

Negó con la cabeza y devolvió aquellas notas a su lugar, justo al lado de un par de tomos que, si no estaba equivocada, correspondían a libros de cuentas. Saira sabía que había algo que su padre no le había contado, algo que tendía un puente entre lo sucedido en Belrege y la inestable situación que, según se contaba, se vivía en la capital, en definitiva, una razón de peso para que hubiese insistido tanto en marcharse. El caso era que no podía estar segura de qué relación guardaban entre sí esos eventos exactamente y el detalle no contribuía a aplacar su inquietud al respecto, al fin y al cabo, ya se había dado cuenta de que la enfermedad de Belrege no había respondido a los patrones normales que serían esperables en una plaga de esas características. Es decir, por más que le aliviara que hubiese sido así, no tenía ningún sentido que algo como eso se hubiese solucionado solo. 

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now