CAPÍTULO 2: Lo que se espera de ti (Parte 2)

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El príncipe se retiró para atender a otros invitados a no tardar, sin alegar ningún motivo concreto para interrumpir su conversación más allá que el de una repentina necesidad de comprobar si un puñado aleatorio de las personas presentes en la sala estaba disfrutando de la velada. Sin duda, aquella partida apresurada suponía una señal inequívoca de que había conseguido trastocar su molesta presunción con su inesperado requerimiento y el hecho, aunque dentro de lo predecible, le produjo cierta satisfacción. Se limitó a asentir, aceptando las vagas excusas del heredero al trono como una pequeña victoria que poder adjudicarse, sin ninguna intención de agregar nada a lo ya dicho, a despecho de que no se podría calificar aquella charla como amistosa. Él no necesitaba ni tampoco había buscado en ningún momento forjar una amistad ni nada que se le pareciera con Roland, fundamentalmente había aspirado a la mutua indiferencia, no obstante, esa era una pretensión elevada en los tiempos que corrían y los ambientes en los que se movían. Allan había sido consciente desde el principio que entrar en Almont y tratar de mezclarse con sus habitantes entrañaría serias dificultades para un Keuck, incluso aunque, en teoría, él perteneciera a una rama de la familia más alejada de Forta, su trono y todos los males que los almonteses quisieran achacarle. De todos modos, no creía que la aristocracia almontesa fuese capaz o quisiera entender esa clase de sutilezas y Allan, desde luego, no iba a perder su tiempo dando explicaciones a esa gente. Ya había decidido que lo más conveniente era aceptar esas tribulaciones e incomodidades como un mal menor, dado que su estancia en tan poco agradable lugar tenía una motivación que justificaba por sí sola cualquier miseria que pudiera sucederle mientras estuviese en Almont. Podía soportar el helador frío del otoño en las montañas. Podía resistir en aquella fortaleza que casi semejaba un mausoleo gris. Podía convivir con el recuerdo velado, pero vívido, de esa guerra que algunos se empeñaban en reprocharle a él como representación de ese enemigo al que una vez se enfrentaron. Podía reprimir el impulso de corregir a todos aquellos que se jactaban de un modo más o menos elocuente de que Almont ganó esa guerra, cuando tal cosa no era verdad. Podía desdeñar las ojeadas despectivas que sus, supuestamente, nobles iguales le dedicaban en un alarde de obcecada hostilidad. Podía incluso pretender que sentía algún respeto por los integrantes de aquella corte, a pesar de que no eran pocos los que dudaban de la necesidad de su presencia allí. Allan se había propuesto superar todas y cada una de esas adversidades y cualquier otra que pudiera surgir en adelante, porque sabía que ese esfuerzo valía la pena. Sin ninguna duda, ella hacía que absolutamente todo valiese la pena, incluso tener que entenderse con su poco diplomático hermano.

La partida del príncipe dejó el pequeño corrillo en un silencio que auguraba el fin de su conversación y la imposibilidad de retomar la anterior, de tal modo que Allan encontró procedente retirarse también. Antes de que pudiera despedirse del general Guisdo, oficial que tuvo una notable participación en la Guerra del Tilar y del que, precisamente por eso, no había esperado simpatías de ningún tipo, Katherine hizo lo propio por los dos, insistiendo en una adorable tendencia a llevarlo de la mano, como si no fuese capaz de desenvolverse por sus medios. Seguidamente, ambos se marcharon, dejando al veterano militar en solitario.

Allan dejó de prestarle atención al general de inmediato, centrando todo su interés en Katherine, como no podía ser de otro modo. La mujer avanzaba con pasos comedidos, pero firmes, los cabellos dorados brillaban con la luz de los candiles. Se situó a su lado, estudiando su expresión a fin de formarse un juicio con respecto a lo que le pasaría por la cabeza, intentando que esos ojos verdes no anularan su pensamiento tal y como habían logrado otras veces, pues uno podía perderse en ellos una eternidad sin apenas percatarse. Qué extraño resultaba darse cuenta de que tal perfección había elegido nacer en las inmediaciones de esas montañas hostiles, en aquella fortaleza gris, como una valiente florecilla que hubiese brotado en una tundra.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora