CAPÍTULO 15: Noches invernales (Final)

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Hacía frío. El suelo estaba lleno de barro, un viento helador susurraba entre las copas de los árboles con los que se cruzaban, provocando un murmullo amortiguado que era directamente incapaz de rivalizar con el monótono sonido de los cientos de pasos que avanzaban descoordinadamente al mismo tiempo. Las voces desconocidas se encendían a su alrededor, en ocasiones como susurros quedos, otras veces como lejanos gritos esporádicos que la sacudían por dentro, pero sobre todo como suspiros, toses o un llanto tan débil que apenas era audible y que, sin embargo, no se atrevía a mirar. Desde que empezó a andar, no había sido capaz de apartar la vista de ese barro que parecía querer apresar sus pies, tirando de ella como unas garras heladas.

Hacía mucho frío. Estaba muy oscuro. El suelo pasaba frente a sus ojos paso a paso, confundiéndose entre las densas sombras de la madrugada que las luces no eran capaces de vencer. El viento se deslizaba entre la gente, arrancando el poco calor que pudiera quedarles en el cuerpo, agitando el ruido inagotable que le vibraba en los oídos, haciéndole imposible pensar. Porque no pensaba, tenía la mente en blanco. Se retorció las manos con nerviosismo, provocando ese sonido metálico que siempre se le antojaba estruendoso hasta tal punto que le hacía estremecerse. Se encogió sobre sí misma, obligándose a seguir poniendo un pie detrás de otro, a pesar de que le dolía y renqueaba, pues le daba miedo detenerse sin permiso.

Hacía muchísimo frío. Aquel lugar que no conocía estaba negro como la boca del lobo. Las luces cambiantes de las lámparas que se movían de un lado a otro dibujaban sombras horribles en el paisaje alrededor, pero ella no lo miraba. El lodo sumido en la penumbra de la noche se llenaba de las pisadas cansinas de quienes no quería continuar, pero, aun así, seguían caminando. Estaba temblando, tenía la carne de gallina, su respiración entrecortada daba lugar a nubecillas de vaho blanco que bailaban frente a su rostro. Notaba que las manos se le agitaban de una manera incontrolable, por más que intentara evitarlo, pero nada de aquello tenía que ver con el frío. Se encogió más. El nudo que se había formado en su garganta le hacía difícil respirar. Toda su atención estaba enfocada en el suelo que quedaba inmediatamente frente a ella y en el ruido.

Sonaban las cadenas. Una y otra vez, sonaban como miles de pequeñas campanas oxidadas, a cada paso que daba. Una y otra vez, aturdiéndola con ese ruido quedo del que no podía escapar, porque no cesaba, porque retumbaba en su cabeza como las notas agónicas de una canción de cuna. Recordándole lo que había perdido. Recriminándole lo que no había sido capaz de proteger.

Elise notaba las lágrimas secándose en las mejillas como escarcha fría. La llovizna incansable que había estado sobre ellos ya había cesado, dejando tras de sí una noche que no terminaba y que ella no había reunido valor suficiente para contemplar, pues le daba miedo lo que pudiera encontrar en medio de esa oscuridad. Una multitud la precedía, formando una larga fila cuyo final no alcanzaba a distinguir en la distancia y la negrura, señalando el camino a seguir, imponiendo el ritmo de la marcha. Otra multitud semejante caminaba tras ella, reduciendo su persona a solo una de tantos, un ser sin ninguna importancia ni capacidad para salir de la corriente inamovible que los espoleaba hacia delante. A su alrededor, deambulaban los caballos, personas que no conocía, individuos que le daban miedo, y un bosque que jamás había visto. La trápala de los cascos de los animales la sobresaltaba cada vez que pasaban cerca.

No sabía dónde estaba, no sabía dónde iba, ni tan siquiera estaba segura de cuánto tiempo había pasado. No sabía nada, no era capaz de reaccionar, no podía pensar, era como si su mente fuese incapaz de abandonar esas imágenes que la atormentaban incluso cuando tenía los ojos abiertos. Su esposo arrojado como un fardo en la puerta de su casa, apaleado hasta la muerte y abandonado como si su vida careciera de ningún valor. Su hija perdida en medio de una multitud de malvados, ahogada sin remedio en un mar de perversas intenciones. La angustia de saber que no había podido hacer nada por evitarlo. La tortura de ser consciente de que no era capaz de poner fin al infierno que bien podría estar viviendo en ese momento. Y el tintineo de las cadenas. Y la visión del barro. Y el frío de esa noche que no terminaba.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now