CAPÍTULO 11: Cuidar de todo (Parte 2)

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Había tanto ruido que no se oían ni los propios pensamientos. La noche había terminado de caer sobre ellos, espoleada por la estación, llevándose consigo la claridad del crepúsculo y confinándolos en una densa tiniebla que se removía confusamente, merced del humo y los gritos. Había gente por todas partes, daba la sensación de que toda la ciudad se hubiese echado a las calles, pero sabía que aquello era solo una impresión. Estaba seguro de que una multitud tanto o incluso más grande que la que había en el exterior habría buscado refugio en el interior de sus casas y, entonces, esperaba oculta a que todo pasara. 

Esa era la decisión más prudente en las presentes circunstancias, la respuesta que estaba demostrando ser más acertada, pues todos los que habían pretendido salir la ciudad habían sido interceptados en la Vía Principal. Continuó caminando con tiento, pegado al lado izquierdo de la ancha calle que, en esos momentos, semejaba una marejada humana. Numerosos carros y carretas habían ido aglomerándose en el espacio despejado, reduciendo paulatinamente hasta su práctica extinción el sitio necesario para caminar normalmente. Las personas zigzagueaban entre los vehículos, tirando unas de otras, conduciendo animales por los estrechos pasajes, cargando indistintamente bultos o niños, buscando con precipitación una salida en el laberinto que ellos mismos habían creado. 

La casa en llamas de un poco más adelante brillaba como un faro, aportando una luz capaz de eclipsar los candiles que iluminaban la calle y sus moradores, lanzando al cielo una humareda negra que ocultaba las estrellas. No sabía en qué momento, alguien había querido prender fuego a la casa del regidor y, aunque no parecía probable que el incendio fuese a extenderse a los edificios colindantes, esa decisión había sentado un terrible precedente. Se había cruzado con varias hogueras por el camino, la mayoría de poca consideración, meras antorchas arrojadas al suelo sin ningún cuidado, no obstante, también había visto fuegos avivados con pergaminos y documentos, telas, vestidos y cuadros, muebles enteros que se quemaban sin ninguna razón más que el exacerbado e injustificado deseo de destruir. Debía darse prisa.

Se introdujo por los estrechos pasadizos que definían las carretas, persistiendo tercamente en su intención de avanzar tan rápido como le fuese posible, aun a despecho del gentío y de los incontables obstáculos que había en el camino. Por el momento, parecían estar respetando las viviendas y los comercios más pequeños hasta cierto punto, sin embargo, la más que evidente caída de la casa del regidor y de cuanto representaba invitaba a pensar que el caos en las calles iría a peor mucho antes de empezar a aplacarse. No le daba la impresión de que se estuviese siguiendo ningún plan concreto, no había señales de coordinación entre los grupos de hombres que deambulaban por la ciudad, decidiendo sobre la marcha sobre qué objetivo desatar su ira, pero el detalle no lo tranquilizaba lo más mínimo. 

Aquella gente no hacía distinciones, las últimas semanas se las habían pasado hablando mucho sobre hacer justicia y reclamar lo que, por derecho, les pertenecía, sin embargo, entonces que se veían en una posición dominante, amparados por el anonimato de la multitud y el pánico confuso de la gente, hacían literalmente lo que les venía en gana. Los que querían robar, robaban, llevándose el contenido de tenderetes y almacenes, algunos incluso llegando a requisar lo que la gente que intentaba huir cargaba a cuestas, plantando cara a cualquiera que intentara detenerlos. Los que se decantaban por causar destrozos, se daban el gusto con cualquier cosa que les resultara digna de su atención, repartiendo golpes a los que se interponían en su camino sin ningún miramiento. Fuera del abrigo de la multitud que llenaba la Vía Principal, a la sombra de los callejones, se daban palizas, saqueos y expolios. 

En definitiva, se hacía daño a gente inocente y aquello tenía que parar. Debía conseguir que pararan cuanto antes o todo Claumar terminaría sumido en el caos. Nada garantizaba que el pillaje que se estaba dando por las calles no fuese a desbordarse hacia las casas particulares, no podía permitir que se llegara a ese punto, no podía dejar que la hirieran como sabía que harían si dieran con ella.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now