CAPÍTULO 17: La lejana luz del amanecer (Parte 5)

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Apretó su mano con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, notando que el miedo que había anidado en su interior durante esos interminables días y noches de oscuridad y frío, de repente, quedaba suspendido, como si aguantara la respiración.

Las personas encadenadas se habían aglomerado en el momento en el que se vieron obligados a frenar repentinamente, mientras descendían la colina. La multitud murmuraba, agitándose, demasiado apretados unos contra otros como para poder moverse, su inquietud únicamente se traducía en miradas confundidas dirigidas a todas direcciones, aunque el motivo por el que se habían detenido estaba justo delante de ellos.

Elise no sabía de dónde habían salido, tal vez, de esa ciudad que estaba más allá del valle ondulado que se extendía frente a ellos, en cualquier caso, se dirigían hacia donde se encontraban, y el detalle había perturbado hasta tal punto a sus captores que, en contra de la que sería su costumbre, los habían forzado a parar de inmediato. 

Como consecuencia de esa maniobra apresurada, la cadena larga se había torcido, describiendo un recorrido sinuoso imposible de identificar a simple vista a través del numeroso gentío. Las carretas se habían parado, quedando distribuidas en posiciones infrecuentes, algunas de ellas flanqueadas por la multitud. Los jinetes también se habían detenido, quedándose junto a la gente encadenada, quietos, observando con evidente preocupación lo que, sin ninguna duda, era soldadesca a caballo. Soldadesca que iba hacia ellos. Y, por un instante, esa evidencia pareció capaz de vencer todo lo demás.

La esperanza que no se había atrevido a alentar durante esas interminables jornadas de incertidumbre y miedo emergió de repente, como si siempre hubiese estado allí, aguardando una señal oportuna para darle las fuerzas que le faltaban. Esa gente venía hacia ellos. Elise los observaba, más allá de la multitud encadenada, que no dejaba de murmurar, evidentemente confundida, a despecho de que la situación estaba clara. Esa gente iba a liberarlos. Apretaba la mano de su hija, sintiendo tamaña ilusión y alivio, que a punto estuvo de sonreír ante el inesperado, pero igualmente anhelado rescate. 

Sus plegarias parecían haber sido escuchadas, todas esas oraciones que había formulado en silencio, en la oscuridad, noche tras noche, demasiado asustada como para ser capaz siquiera de pronunciarlas de viva voz, milagrosamente, dieron la impresión de ir a hacerse realidad. Pero la alegría desbordante de vislumbrar el final de sus pesares y la liberación de su hija no fue más que un espejismo cruel.

A medio camino, sin que ella pudiera encontrar un motivo para justificarlo, los que había considerado sus salvadores se desviaron hacia otro lugar. Para Elise fue como recibir un puñetazo.

- ¡En marcha! – la voz que mandaba sobre todas las demás que podrían oírse en la caravana se alzó desde algún lugar del gentío – Deprisa, ¡moveos!, ¡moveos!

Las proclamas se hicieron eco en todas partes en solo unos instantes y, de inmediato, reemprendieron la marcha, sin que nadie quisiera tomarse el tiempo o las molestias de poner ese orden al que tanta importancia habían dado durante su travesía por el bosque. Estaba claro que no querían dar la oportunidad a ese otro grupo de jinetes de interceptarlos, lo que significaba que, de llegar a hacerlo, sin ninguna duda, los liberarían a todos, pero ¿por qué no lo hacían?

Encajó blandamente los empujones de unos y otros, la cojera permanente zarandeándola hasta el límite del equilibrio, y se dejó arrastrar por esa cadena que se tensaba y la obligaba a ponerse en marcha. Rosalie le decía algo, sosteniéndola, manteniéndola en pie, pero no pudo entenderla con tanto ajetreo, no pudo escucharla en medio de tanta confusión. Lo había visto, lo había sentido y, al perderlo de nuevo, se daba cuenta de que no volvería jamás.

- ¡Vamos! ¡Deprisa!

Esa mala gente empujaba y tiraba para dar velocidad a sus pasos, de tal modo que no tardaron en echar a correr colina abajo. Elise ponía un pie detrás de otro, avanzando, llorando, manteniendo el ritmo con paso renqueante, anulada por las circunstancias, superada por la evidencia de que estaban solos, de que siempre lo habían estado, de que nunca dejarían de estarlo, confundida en la certeza de que cuanto había vivido en el tiempo transcurrido desde que asesinaron a su marido, desde que torturaron a su hija de quién sabía qué horribles maneras y la arrancaron del único hogar que había conocido, se había convertido en su presente y en su futuro. Esa sería su vida desde entonces y hasta que dejara de respirar. Ese sería el destino de su niña.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ