CAPÍTULO 10: Llamas y polvo (Parte 3)

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Salió antes del amanecer, cuando en la ciudad todavía eran más intensas las luces que persistían encendidas de la noche que la claridad del nuevo día, antes de que hubiese gente en las calles que pudiera romper ese silencio que precedía el alba. 

Habían intentado disuadirlo de su idea en varias ocasiones desde que se la hizo saber, sin embargo, llegados a aquel punto, parecía que había conseguido convencerlas de que su determinación era firme y que, para bien o para mal, iba a llevarla a cabo. Cuando salió de casa esa mañana no volvieron a repetir sus buenos argumentos para que se quedara, renunciara a su idea hasta que los ánimos se calmaran un tanto o, al menos, pospusiera ese viaje hasta la primavera, en su lugar, se limitaron a despedirlo, a desearle buena suerte y a repetirle por última vez que tuviese mucho cuidado, porque aquellos eran tiempos extraños. 

Timus lo sabía, se lo habían advertido, pero había decidido asumir ese riesgo igualmente, pues quedarse quieto se le antojaba como una enorme y gravísima irresponsabilidad que, casi con toda probabilidad, se volvería en su contra a la larga. Eso era lo que lo motivaba, la certeza de que marcharse entonces, pese a su inconveniencia, resultaba mil veces preferible a lo que podría pasar si no hacía nada. Así que alquiló un carruaje con su cochero, se despidió de todos, abrazó a su hija y se fue, con la intención de llegar a la capital antes de la noche.

Timus ya había pensado con detenimiento acerca de cuáles debían ser sus pasos a seguir. La supuesta enfermedad de Belrege, si no estaba equivocado en sus conclusiones, suponía la prueba irrefutable de que había una trama funcionando en palacio, o de que era inminente que esta se pusiera en marcha. 

Timus había estado al margen de la capital o de la corte durante demasiado tiempo como para que le fuese posible aventurar quiénes eran los responsables de todo aquello o cuál era su objetivo, de tal manera que, una vez llegara, debía tener mucho cuidado con qué decía y a quién. Lo más idóneo sería hablar con el emperador en persona al respecto, pues había altas probabilidades, dada la turbulencia política que se gestaba en Brenol y, recientemente, habían podido confirmarle, de que el monarca fuese el objetivo último del complot, sin embargo, debía ser realista en sus pretensiones. Timus no era nadie, no lo había sido en sus años mozos, cuando todavía vivía en Brenol, codeándose con la aristocracia en un cansino esfuerzo por ganarse su favor, buscando con denuedo incorporarse a la vida cortesana, pese a no tener título, así que mucho menos lo sería entonces, después de pasar dos décadas alejado de todo y de todos. 

A alguien como él, le resultaría completamente imposible conseguir una reunión con el emperador de la noche a la mañana, así que debía apuntar a sus consejeros y dar por sentado que ellos estarían tan comprometidos como el propio emperador con la preservación de la estabilidad que la corona proporcionaba y que tan necesaria era en los tiempos confusos que corrían. Para ese fin, había pensado contactar a su viejo amigo, Lofar Módoro, que, con suerte, si finalmente había logrado lo que se proponía en su juventud, andaría metido en asuntos palaciegos y, quizás, podría ayudarle a concertar una audiencia con alguno de los consejeros con cierta agilidad. Contando con que todo le saliera bien, no tendría que pasar ni tan siquiera un día completo en Brenol para comunicar sus temores a quienes podrían convertirse en víctimas de aquel mal. Aunque no se había hecho muchas ilusiones al respecto, conocía la lentitud del aparato burocrático.

Pensando en ello y en todo lo que le había dicho el señor Zirgo, el carruaje cruzó la ciudad de Claumar en el silencio que precedía al amanecer y partió hacia el norte, a través de las colinas. El sol salió, ascendió y empezó su descenso mientras él estaba en camino, incapaz de escapar de la infinidad de preocupaciones que le rondaban la cabeza y de la incertidumbre que le provocaban sus propias decisiones. Fue entonces cuando el carruaje se detuvo de repente. Timus se incorporó en su asiento, sin saber con seguridad si habían llegado ya, aguardando una confirmación por parte del cochero, sin embargo, solo el rebullir de los animales del tiro rompió el silencio que pesó en el carruaje durante un largo instante. No pudo evitar tensarse ante la injustificada y repentina parada, aún a despecho de que apenas duraba un momento. Se inclinó hacia el ventanuco que quedaba en el lado izquierdo del carruaje y se asomó al exterior.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora