CAPÍTULO 1: Las bestias no lloran (Final)

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Toda existencia está condenada a un final, como el día tiene su noche, como la infancia culmina en madurez, como la vida acaba con la muerte. Todo lo que empieza está destinado a terminar. Cada inicio está abocado a un fin y cada fin es, en sí, un principio.

La Gran Guerra había terminado, pasado y el tiempo había difuminado el recuerdo del conflicto y su final. La mayoría de los que poblaban el mundo ya habían olvidado lo que ocurrió, por qué empezó o cómo terminó y tampoco tendrían interés en conocer nada de eso. Aquellos eran tiempos considerados pacíficos, años tranquilos surgidos tras la tribulación que, entonces, se sucedían sin pausa en la que algunos seguían llamando aún era de las Cinco Ciudades. En aquel momento, en un otoño que sumar a los otros tantos que ya habían transcurrido durante aquella era, en el límite norte de los desolados páramos de Mereth, unas negras nubes de tormenta anegaban la tierra rocosa y yerma, privando con su oscuridad de estrellas a la noche. Desafiando la tranquilidad de aquellos tiempos con un conflicto.

Era de las Cinco Ciudades. Año 364. 

La manada no había dejado de correr desde la caída del sol y, entonces que la noche empezaba a rodearlos, el cansancio se hacía notar, pero seguían avanzando. No los habían esperado, no era normal encontrarlos en los bosques, lejos de las montañas que eran su refugio, no obstante, el detalle no había impedido su aparición. Los carus habían irrumpido en su bosque de la nada, en una numerosa estampida sin precedentes que los había forzado a retirarse. No lo había entendido en su momento y, entonces, seguía sin entender qué los había hecho abandonar las montañas, no obstante, no necesitaba entenderlo para tener la certeza de que marcharse había sido su mejor opción o, al menos, la única que habían contemplado. Haberles hecho frente en su bosque, sin duda, habría dejado expuestos a los cachorros, sin embargo, entonces que llevaban tanto tiempo corriendo, ya no estaba tan segura de haber hecho bien. La lluvia calaba hasta los huesos y el frío viento racheado proveniente de la cercana cordillera conseguía arrancar escalofríos incluso a los más aguerridos del grupo: los lobatos no iban a aguantar esa travesía.

Se habían desplazado hacia el sur, más allá de su bosque, a través de unos llanos que rodeaban la gran cordillera conocida como Shalon Tore por su extremo más occidental. Una parte de la manada se había rezagado a fin de distraer a los carus y disuadirlos de su persecución, aunque ni tan siquiera sabían con certeza si los estaban persiguiendo a ellos o se estaban limitando a escapar de algo. Fuera cual fuere el caso, no estaban lejos de un asentamiento herverí, de modo que no era descartable que ellos aparecieran e intervinieran. Recordaba que lo habían hecho en otras ocasiones pasadas, acontecidas hace mucho, mucho tiempo. Vividas por otros.

El grupo fue deteniéndose poco a poco, pues el líder de la manada, un viejo lumo negro que los había guiado hasta allí, se había parado. Empezaron a deambular por las cercanías con nerviosismo, oteando alternativamente el camino que llevaban recorrido y lo que había más al sur, a la espera de alguna señal que les aclarara qué estaba ocurriendo o si era seguro volver ya a los territorios de su manada. Ella aprovechó la oportunidad para sacudirse un mínimo el agua de lluvia que chorreaba por el pelaje gris, sin verdadera posibilidad de llegar a secarse dado que la precipitación no había cesado aún y el terreno estaba anegado completamente, las patas estaban hundidas en agua lodosa. Anduvo un poco más entre el grupo, los cachorros, algunos con pocas semanas de vida, estaban absolutamente exhaustos y empapados. El frío sería un inconveniente grave para ellos si permanecían a la intemperie con ese mal tiempo. Agitó la cabeza, molesta por la insistencia de la tormenta que descargaba sobre ellos. Notaba la humedad en las orejas.

Entonces oyó un quedo ladrido que le hizo alzar la cabeza con atención. El lumo que tenía delante, un ejemplar de pelambrera castaña, la miraba, así que terminó de acercarse a él, husmeando el aire en su dirección. La cortina de agua que estaba cayendo, así como el hecho innegable de que todos estaban empapados, no impidió que lo reconociera. En cuanto lo hizo, le movió la cola en señal de simpatía y él la imitó. Había crecido desde la última vez que lo vio, pero el cambio no podía modificar su opinión sobre él. Su aproximación al lumo castaño le hizo percatarse del riachuelo crecido que discurría no muy lejos de donde se encontraban. El murmullo de la lluvia incesante había ocultado a la perfección el sonido estruendoso de las aguas bravas. En condiciones normales, la oscuridad de una noche sin luna como aquella no habría supuesto ningún desafío para ellos, sin embargo, la combinación de esa negrura con la fuerte tormenta y el ulular de las rachas de viento, además de limitar el alcance de la vista, enmascaraban los olores y difuminaban los sonidos. Era como tener la cabeza metida en un saco.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now