CAPÍTULO 12: La causa del efecto (Parte 1)

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No había pasado una cantidad tiempo significativa. No había considerado que un día y una noche fuesen suficiente como para poder hacerse una idea fidedigna de lo que podía considerarse habitual por esos lares, sin embargo, la tediosa monotonía de aquel periodo lo había obligado a cambiar de opinión. Las horas habían pasado con frustrante lentitud desde que concluyó su última conversación y, a la vista de la patente dificultad que existía para entablar cualquier otra que resultase remotamente de su interés, su entretenimiento se había reducido casi exclusivamente a la observación directa de lo que tenía alrededor.

Para empezar, había estudiado los adoquines que cubrían minuciosamente el suelo, formando un patrón sencillo, pero apretado que, incluso a despecho del deterioro de los años y el desgaste al que lo sometían los moradores del lugar, permanecía en un estado de conservación que justificaría la alabanza a quienquiera que los hubiese dispuesto en primer lugar y que, se imaginaba, serían también los artífices de esa ciudad de la que solo quedaban ruinas.

Había estado observando también las propias ruinas, esos cimientos pétreos que el tiempo había convertido en simples escombros apilados unos contra otros, pero que aún sugerían un orden en su disposición y cierta pretensión en su diseño. No eran meros montones de piedras y vigas astilladas, eran calles cubiertas de polvo, eran construcciones derribadas no tenía claro por qué o por quién, que respondían a ciertos criterios de forma. Había una planificación implícita en aquel lugar y que se hacía patente en lo que había resistido el paso de los años.

Por último, había mirado la plaza donde se había acomodado para esperar. Se había percatado de su simetría circular, de la certeza innegable de que los adoquines que cubrían cada palmo de cada calle respetaban el espacio central de aquel lugar, dejando un lugar despejado donde solo había tierra yerma y polvo. Un sitio de privilegio, entonces vacío, pero que debió de albergar algo. Algo digno de ubicarse en el corazón de esa ciudad convertida en ruinas.

Arash se había dedicado a mirar todos y cada uno de los detalles aparentemente banales de cuanto le rodeaba y había alcanzado su conclusión. Dedicó un vistazo a Nalx, que no se había movido de su lado en ningún momento, a pesar de que no había hecho nada por retenerlo ahí.

- Este lugar – dijo, oteando nuevamente los escombros que adornaban las calles y a los mélcotros que las custodiaban – no es nuestro.

En el tiempo que había pasado observando, Arash no había visto a uno solo de los suyos hacer absolutamente nada. Sabía, porque de ello había sido testigo, que los menores que había en la plaza y sus cercanías tenían una conducta más estática que aquellos que deambulaban por la periferia de la ciudad, no obstante, después de haber pasado un día y una noche completos observándolos, podía garantizar sin temor a equivocarse que no iban a moverse lo más mínimo. No parecían tener ningún interés en las ruinas o en los enseres que había desperdigados por el suelo, de hecho, ni tan siquiera parecían ser del todo conscientes de que había otras criaturas a su alrededor, simplemente, estaban allí, quietos, con la mirada perdida, sin hacer nada.

Arash suponía que esa inmovilidad se debía a la cercanía de Maebarosh que, por alguna razón, imponía esa suerte de espera tensa en la que todos parecían sumidos, aunque suponerlo no le hacía más sencillo encontrarle un sentido a esa decisión.

En respuesta a sus declaraciones, Nalx emitió un indescriptible sonido de garganta que remotamente podría asemejarse a una carcajada hueca. Dio unos toques en el suelo con los dedos.

- Siempre, nosotros, aquí – adujo, con ciertas dificultades para verbalizar su opinión.

- Siempre hemos estado aquí – asumió Arash con un asentimiento. El otro ladeó la cabeza – Siempre es más tiempo del que tú llevas sobre la tierra – le replicó.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora