CAPÍTULO 2: Lo que se espera de ti (Parte 1)

8 2 3
                                    

El salón de la, así llamada, torre de las casas estaba tan abarrotado aquella noche como habría sido de esperar. A pesar de que el evento en sí hubiese perdido su sentido casi por completo, dadas las circunstancias, ni los anfitriones ni los invitados parecían haber estado dispuestos a prescindir de aquella reunión, tal vez porque había pasado mucho tiempo sin que fuese posible organizar divertimentos de esa clase. Cierto era que, entonces, no existía ninguna razón de peso para no retomar esas viejas costumbres, pues ya habían pasado casi dos años desde que se firmó la paz y esta prometía ser duradera, no obstante, el capitán general de la guardia, Darem Guisdo todavía recelaba, aunque, probablemente, nunca dejaría de hacerlo. Él se había ganado los galones de oficial debido fundamentalmente a dos motivos: el primero era la veteranía y, el segundo, sus actuaciones durante la Guerra del Tilar. Su implicación en el conflicto, incluso aunque ya estuviese terminado y superado, le hacía difícil confiar en quienes representaron al enemigo hacía no tanto tiempo, sin embargo, era consciente de que debía unirse al esfuerzo institucional y diplomático que se estaba realizando para escenificar la concordia si realmente quería alcanzarla. Esa era una de las razones por las que estaba allí. La intención de Darem no había sido convertirse en un invitado más, sin embargo, su majestad el rey consideró que tal distinción era apropiada para un militar con su carrera y méritos, de tal modo que no pudo rechazar acudir. Además, estar dentro de la fiesta no le impediría intervenir si algo sucediera, aunque tal posibilidad se antojaba muy improbable a esas alturas. Daba la sensación de que todos se divertían, el ambiente rozaba el de una festividad, aunque había quien se mantenía al margen de la alegría general. De pie, a su lado, el príncipe Roland permanecía quieto en una pose estudiada, copa en mano, con la mirada prendida en uno de los ventanales que ocupaban casi toda una pared de la sala. Parecía evidente que no le apetecía lo más mínimo estar allí.

Darem desvió su atención de nuevo a la sala de líneas cuadradas que había estado estudiando largo y tendido a lo largo de la noche. Desde su posición, cercana a una de las esquinas, podía controlar fácilmente a todos los asistentes a la vez, además de a los músicos contratados para amenizar la velada y a los miembros del servicio. En la sala, en total, debía de haber unas doscientas personas, entre invitados, criados y sus hombres, que custodiaban todos y cada uno de los accesos al lugar. Darem conocía a la mayoría de los convidados, pues se trataba de nobles notables, en algunos casos, cercanos al rey Patrick y a la reina Eleanor. También estaba Allan Keuck y una muy pequeña representación de sus allegados, sin embargo, los recelos de Darem, por una vez, no venían provocados por un Keuck. Frunció el ceño y miró a su izquierda. En la galería anexa a la sala, separada de la misma por una hilera de columnas, permanecía el puñado de monjes adoradores que no estaba rondando por la estancia junto con el resto de invitados, ataviados con sus características túnicas grises y sus medallones dorados. Esos individuos no le inspiraban ninguna confianza, a pesar de que no habían hecho objetivamente nada desde que llegaron a Almont con motivo de las futuras nupcias de la princesa, le molestaba verlos por allí. Los hermanos parecían dedicarse exclusivamente a pulular por el castillo sin ningún propósito claro ni malicia evidente, obviando, claro está, esa perenne necesidad de intentar adoctrinar a quienquiera que se les cruzara en el camino, lo que no era del todo inesperado en unos religiosos. En cualquier caso, Darem no se fiaba y, aunque su majestad no se hubiese pronunciado públicamente ni a favor ni en contra de los monjes, el general sabía cuál era su opinión con respecto a ellos, no en vano, todos habían oído noticias con respecto a Drolphion.

Se pasó la mano por la cicatriz de la barbilla, afeitada a la perfección, y apretó los ojos en un gesto pensativo. La boda estaba programada para primavera, así que tendrían que aprender a convivir con los monjes, como mínimo, hasta entonces.

– ¿Quieres más vino? – la pregunta de Roland lo trajo de vuelta al presente.

Un criado con una bandeja llena de copas había aparecido para reemplazar los vasos vacíos. Darem no había ido allí para beber, de modo que rechazó su oferta con un ademán, no así el príncipe, que intercambió su copa por otra, a despecho de que la primera aún tenía contenido.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora