CAPÍTULO 7: Cuando se oyen pasos (Parte 4)

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El camino no tenía ninguna dificultad. La ruta, ancha y bien definida, discurría entre pacíficas colinas cubiertas del verde que había crecido a consecuencia de las recientes lluvias y que, probablemente, terminaría sucumbiendo al frío que se intensificaba conforme aumentaba la cercanía con las montañas. Las luces que se habían encendido a consecuencia de la caída de la tarde, delataron el perfil de las murallas de la ciudad sobre las laderas de las cumbres que llevaban oteando desde que salieron de Beltena. A despecho de que habían pasado un par de jornadas cabalgando y de que aquella, sin duda, había estado llamada a ser una ruta principal para el comercio, apenas se habían cruzado con nadie en el camino, aunque el detalle solo lo sorprendía a medias, dadas sus últimas informaciones. Andrew Landar Keuck sabía bien que las noticias solían propagarse a una velocidad vertiginosa y, a la vista de lo sucedido, entendía que ningún mercader quisiera arriesgarse a deambular por la frontera más de lo estrictamente imprescindible. Lo contrario solo podría interpretarse como una conducta bastante temeraria, a su pesar. Mandó adelantarse a uno de los suyos con un gesto, para que avisara de su llegada en el portón de la muralla. El fortín que era Almont aguardaba su llegada y estaba más que seguro de que sus moradores no se alegrarían de verlo en absoluto. La verdad era que al propio Andrew tampoco le gustaba verse en la posición de tener que acudir allí personalmente, sin embargo, consideraba que su presencia era necesaria a fin de evitar males mayores.

Había ocurrido hacía unos días. El mensaje que enviaron y que pudo recibir antes de lo que el remitente habría esperado era correcto en las formas, pero tajante en su brevedad. Al parecer, se había sucedido un ataque en la Carretera de las Estribaciones que había afectado directamente a la expedición real que partió desde Almont con destino a Firga, capital de Seinbride, con fines diplomáticos. Como resultado del mencionado atentado, su pariente, Allan Keuck, que viajaba en dicha expedición, había resultado gravemente herido, hasta el punto de que se temía por su vida. Andrew nunca se había llevado bien con su pariente, la certeza de que no congeniaban había provocado que se evadieran el uno al otro en cada ocasión que coincidían, no obstante, Andrew había considerado su precario estado de salud una desgracia, dadas las causas que lo provocaron. Allan no había sido un personaje demasiado relevante en Forta, cierto era que el rey le tenía algo de aprecio, pero el detalle, aunque le había valido para trabar unas cuantas amistades fruto del interés, en ningún momento había supuesto un beneficio objetivo, directo o material para él. Su padre no era tan obtuso como para permitir que su sobrino llamara la atención más de lo que le correspondía, no en vano, era consciente de que el hecho podría despertar suspicacias, como también era consciente de que esas suspicacias tenían una base completamente fidedigna que era preferible mantener oculta, por el bien de su imagen. A pesar de esas precauciones, al final, Allan se había visto arrastrado al centro de todo con terribles consecuencias.

Alcanzaron la poterna y, tras una breve conversación con los guardias que la custodiaban, un grupo de ellos quedó encargado de conducir a Andrew y los suyos hacia la fortaleza, que se ubicaba en lo más alto de la ciudad, encaramada a las montañas Darlen. Los habitantes de Almont se afanaban en sus quehaceres, ignorándolos a su paso, ajenos a la relevancia que podría tener su inesperada visita entonces que Allan había muerto. No había en la ciudad ningún indicio que apuntase a que se hubiese tomado ninguna medida a consecuencia del reciente fallecimiento, no vio propaganda, ni tampoco un número excesivo de soldados, ni tan siquiera a la gente mínimamente preocupada o interesada en su repentina irrupción. No estaba seguro de si la corona había ocultado lo sucedido o, simplemente, aquella gente no quería darle ninguna importancia, fuera cual fuere el caso, no deberían tomárselo a la ligera.

La delegación que Andrew, unilateralmente, había decidido encabezar hasta Almont había salido en cuanto tuvo noticias de la suerte que había corrido su pariente en aquella misteriosa escabechina en la Carretera de las Estribaciones, sin embargo, por el camino, se cruzaron con un segundo mensajero que actualizaba la información y anunciaba que su fallecimiento había tenido lugar esa misma mañana. Andrew no le tenía ningún cariño especial a su pariente, pero había sido educado en política, sabía que su pérdida y lo que se hiciera en respuesta durante los próximos días eran de una gravedad trascendental. El tratado del Tilar se había firmado hacía solo unos meses con objeto de evitar que volviesen a sucederse los violentos episodios que tuvieron lugar en la guerra, hacía años, pretendía ser un punto y final para un conflicto que, a pesar del tiempo transcurrido, nunca se había cerrado del todo, sentar la base para una paz duradera, pero entonces todo se había malogrado. Allan Keuck, un miembro de la casa real, un pariente directo del rey de Gromta, quien había sido elegido para terminar de formalizar los acuerdos por los que cesarían definitivamente las hostilidades entre ambas naciones, había muerto, en extrañas circunstancias, en suelo almontés. El suceso ya habría sido grave si Allan no hubiese estado relacionado con las negociaciones que se habían mantenido con los Berthold, pero el hecho de que lo estuviera empeoraba mucho más la situación. Andrew sabía lo que se diría al respecto en Forta, aquello se antojaba una falta de respeto sin precedente, una afrenta por parte de Almont, un ensañamiento contra las sinceras pretensiones de paz que su padre se había esforzado por defender ante su corte y que, en adelante, tendrían muy poca defensa porque, sin duda, la muerte de Allan debía de haber sido una argucia de los almonteses. Parecía una burla o, quizás, una amenaza y ni Gromta ni ningún Keuck aceptaría ninguna de las dos opciones con la cabeza gacha. Responderían, y lo harían con contundencia para mantener intacto el valor de su nombre, pues cualquier otra respuesta podría interpretarse como un signo de debilidad que sería indigno de aquel que ocupe el trono. Y eso su padre lo sabía. Llegaría a esa conclusión en cuanto conociera la suerte que había corrido Allan, no obstante, todavía no lo sabía. El mensajero no había llegado.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now