CAPÍTULO 7: Cuando se oyen pasos (Parte 3)

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Tal y como le habían advertido, en ese pueblo tampoco había absolutamente nadie. No era necesario echar un vistazo por los alrededores para saberlo: el silencio era atronador y resultaba muy chocante a esas horas del día. La calle principal por la que avanzaban desesperantemente lento estaba desierta, únicamente decorada por algunos objetos dejados atrás y por el crujido de algunas puertas abiertas, que se movían levemente cada vez que se levantaba el aire. No hacía falta ser muy listo para llegar a la conclusión de que los responsables de aquello habían sido los mismos tipos que había visitado su granja y la de todos sus vecinos, no en vano, habían dejado el mismo escenario de desolación tras de sí. Los muy hijos de perra ...

- Entonces no estabas cuando llegaron – resumió Edmond.

Lo miró de reojo antes de responder. Berend Werm no se preciaba de ser confiado, más bien todo lo contrario, se había pasado mucho tiempo viviendo solo, encargándose de la puñetera granja por su cuenta y su juventud a menudo había jugado en su contra. No pocos de sus vecinos se habían aprovechado de su inexperiencia y, más recientemente, de su evidente falta de interés en las labores del campo, para escatimarle un trozo de terreno, pagarle por debajo de lo que acordaron o dejarlo al margen de algunos buenos contratos porque, en sus palabras, no estaba preparado para esas cosas y debería centrarse en mantener lo que tenía. En definitiva, sabía que la confianza daba verdadero asco y, justamente por eso, no la depositaba en extraños de buenas a primeras, mucho menos cuando las circunstancias se habían vuelto tan peligrosas.

- No – le confirmó al otro –, salí a arreglar una valla, así que los vi venir desde lejos.

La verdad era que la comitiva que formaron habría resultado imposible de pasar por alto, carretas, caballos, gente por todas partes ... Casi parecía un enorme desfile, algo lo suficientemente inesperado en un lugar como las Lomas como para que pudiese recibirse con naturalidad. Berend había llegado a detestar con toda el alma trabajar en la puñetera granja, habría apreciado cualquier novedad que lo librara de la rutina, sin embargo, hasta él se dio cuenta de que algo no cuadraba, por no mencionar que esa gentuza le arruinó todo el sembrado con sus carretones y sus caballos. Edmond asintió, sin frenar el paso, dado que el simple hecho de estar en aquel pueblo abandonado ponía los pelos de punta, incluso siendo de día.

- Tuviste suerte – le dijo. Berend coincidía con esa apreciación – Como nosotros, supongo. Derek y yo estábamos de viaje cuando pasó todo.

Eso ya lo había mencionado antes. La breve historia que Edmond le había relatado con respecto a sus circunstancias particulares o, tal vez, la forma de contarla, había contribuido a generar cierta confianza entre ambos y había dejado un poco excluido a Derek. Berend no iba a negarlo, a primera vista, le había parecido el más sospechoso de los dos, fundamentalmente por el hecho de que iba armado, así que había evitado acercársele más de lo estrictamente imprescindible aunque, llegados a aquel punto, diría que, si la intención de los hermanos hubiese sido engañarlo de alguna forma, ya habrían tenido buenas oportunidades para hacerlo. La espada que llevaba Derek le había parecido un poco fuera de lugar al principio, sin embargo, Edmond ya le había contado que había pertenecido a su padre y que la gente de las carretas debió de pasarla por alto mientras saqueaba y destruía Bresinoff. Berend no estaba seguro de si esa historia era o no creíble, lo que sí sabía era que Edmond y Derek tenían dinero y provisiones que estaban dispuestos a compartir con él, de modo que no iba a entrar a cuestionar nada. Su compañía resultaba un cambio para mejor, lo prefería mil veces antes que seguir deambulando solo con la vieja loca que, por cierto, los estaba retrasando.

No tenía ni la más remota idea de cómo se llamaba esa mujer, sus vecinos siempre se habían referido a ella como "la vieja de las Lomas" y, por una cosa o por otra, Berend no se había tomado la molestia de preguntarle su nombre real. La vieja era todo un personaje por esos lares, había vivido lo suficiente como para que supiera de prácticamente cualquier cosa, por eso mucha gente iba a pedirle consejo u opinión respecto a casi todo, a pesar de que, a sus espaldas, murmuraban que estaba bastante mal de la cabeza. De acuerdo con las conclusiones que Berend había podido sacar después del día y medio, mal contado, que había pasado en su compañía, la señora estaba un poco chocha, lo que no era nada sorprendente dada la edad que debería tener, sin embargo, guardaba la sospecha de que la vieja se aprovechaba de su imagen de anciana desvalida para sacar tajada. No podía estar tan dispersa e indefensa como pretendía dar a entender, en caso contrario, no se las habría arreglado para escapar de la gentuza de las carretas. Sin duda, debía de poder andar más deprisa de lo que decía entonces, incluso de correr si la necesidad apretaba.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now