CAPÍTULO 5: Tan lejos de casa (Parte 2)

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El sol estaba ya alto en el cielo. Se podría decir que hacía frío en aquel lugar, el rocío de la mañana todavía persistía sobre la vegetación, pero no había ni hielo, ni nieve, ni ninguna señal de que fuese a haber ninguna de las dos cosas próximamente, así que el clima se le antojaba perfecto en comparación con lo que estaba acostumbrado. A diferencia de lo que ocurría allá en las montañas, ese sol iluminaba, calentaba y el detalle invitaba al buen humor. Saltó otra pequeña falla de esas que tanto abundaban por esos lares con paso alegre, pues estaba contento. El paraje forestal que se extendía a su alrededor en todas direcciones suponía una verdadera novedad de la cual todavía no se había aburrido del todo, a pesar de que ya llevaban días deambulando por allí. Las copas de los incontables árboles coartaban en gran medida la perspectiva del cielo azul con un dosel que alternaba el verde y el marrón del otoño. Había hojas secas y charcos de barro por todos lados, aunque el detalle no lo molestaba demasiado. Encontraba agradable experimentar una estación diferente del permanente invierno más o menos helador que siempre había imperado y seguiría imperando en Tirgia. La verdad era que no podría estar más satisfecho con haberse ido.

Zereth, gorgoteando como era su nueva costumbre, se acercó a la grieta del suelo con pasos que casi parecían formar parte de alguna clase de baile y se detuvo junto a ella. Acrecentó el volumen de sus gruñidos y gorgoteos, de modo que Rhö tuvo que girarse y mirarlo. Solo entonces el dalar tomó impulso y efectuó un salto desproporcionado con respecto al tamaño del obstáculo.

- Muy bien, muy bien – lo felicitó Rhö, distraído – Buen chico.

El dalar enfiló hacia él directamente sin dejar de emitir sonidos de reptil que, naturalmente, no tenían ningún significado para él, pero que quiso considerar como un alarde de alegría y no de enfado, pese a las apariencias. Sin moverse de donde se había parado, Rhö asintió con la cabeza, aguantando con estoicismo durante un momento los gruñidos que Zereth le estaba gritando a la cara, tan de cerca que podía apreciar a la perfección su imponente dentadura y el penetrante aroma de su aliento. Terminado su soliloquio, el dragón cerró la boca repentinamente con un sonoro chasquido y le dio un toque con el hocico en el hombro. Rhö le correspondió con una palmadita para que se calmara un poco, moviendo la otra mano para despejar la peste acumulada.

- Y yo pensando que ya me habría acostumbrado al olor – comentó, negando con la cabeza. El dalar soltó un gorgoteo suave, empujándolo un tanto, arrugando la nariz – Ya, supongo que no soy el más indicado para quejarme ...

Si algo habían aprendido en el corto tiempo que llevaban lejos de casa era que la libertad olía a sudor y a pies, pero, dado que no tenía planeado ir a encontrarse con nadie próximamente, la falta de higiene no era la mayor de sus preocupaciones en esos momentos. Zereth se irguió y ladeó la cabeza, tal vez oyendo u oliendo algo que a Rhö se le escapaba, lo que sería el perfecto ejemplo de su principal problemática en las circunstancias en las que estaban: el dalar podía hacer, literalmente, lo que le diera la gana cuando le diera la gana y él no tenía medios para impedírselo. Zereth le devolvió toda su atención, todavía con la cabeza un poco ladeada. Rhö lo conocía lo suficiente como para saber que no era tonto, ahora bien, seguían hablando de un lagarto gigante que siempre había estado limitado. Muy limitado, a decir verdad. En Tirgia se había pasado más tiempo metido en una cuadra que en cualquier otro lugar, eso era lo convencional para quienes no habían completado la instrucción. Las pocas ocasiones en las que había tenido permitido salir al exterior había sido durante un rato corto y siempre usando las riendas y las bridas. Entonces que se habían marchado de las montañas, Rhö se había desecho de todas ellas, conservando únicamente la silla de montar, dado que no le sería posible volar sin ella, y las cinchas necesarias para sujetar las alforjas, claro. ¿Por qué lo había hecho? Esa era una excelente pregunta para la que no tenía respuesta. En el momento, no lo pensó, simplemente, las dejó por ahí tiradas y no consideró volver a usarlas nunca. ¿Había sido una decisión sensata? Dudaba mucho que alguien la considerara como tal. Rhö estaba seguro de que a Zereth le gustaba estar suelto, es decir, ¿a quién no le gustaría cambiar las cuatro paredes de un establo polvoriento por un bosque aparentemente interminable? Habría que ser tonto para preferir lo primero a lo segundo y ya sabía que Zereth no lo era, pero lo que siempre había conocido había sido el establo, era a lo que estaba acostumbrado y la diferencia entre eso y lo que tenían entonces era tan drástica que Rhö no estaba seguro de qué podía esperar del dalar más allá de esa patente alegría inicial. Por el momento, Zereth se había limitado a trotar de un lado para otro, a su alrededor, oliendo cosas y dando saltitos sin alejarse demasiado, pero Rhö quería ser realista. Por mucho que lo hubiese criado desde que rompió el cascarón, Zereth seguía siendo un animal y no iba a engañarse a sí mismo, si el reptil seguía a su lado, probablemente sería por costumbre más que por verdadero aprecio.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now