CAPÍTULO 16: Un punto de encuentro (Final)

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Asintió con acuerdo y cierto aire grandilocuente, muy satisfecho de oírselo decir.

- Jamás dudé de que eras un buen chico – afirmó la anciana, dándole palmaditas cargadas de reconocimiento y con un notable nudo en su garganta –, pero lo que has hecho hoy ... - se le truncó la voz a mitad de la frase.

Un llanto suave, las lágrimas de la felicidad y el alivio, impidieron que concluyera sus declaraciones, pero tampoco hacía falta que terminara, el sentimiento era suficiente.

- Ya pasó, doña Laura, ya pasó – la consoló, pasándole el brazo por los hombros para zarandearla en un abrazo tranquilizador – Lo peor ya ha pasado.

Y vaya si había sido lo peor. Berend no era imbécil, había estado a la espera de gresca cuando salieron de Almont para atrapar a toda esa gentuza seinense, pero, coño, esos tipos habían sido mucho más duros de lo que cualquiera habría esperado. Algunos de los moretones que le habían hecho le iban a dejar marca durante una buena temporada, aunque, siendo sinceros, no le desagradaba la idea de tener heridas de guerra de las que poder presumir a su regreso a la capital. Sobre todo teniendo en cuenta que habían ganado, como tan elocuentemente acababa de recordar, una vez más, la pobre doña Laura.

La lucha contra esos tipejos de Seinbride había sido ardua, cierto, pero a esas alturas, estaban todos a buen recaudo. A la mayoría los habían cogido presos, aunque, en su opinión, bien podrían haberlos molido a palos allí mismo, como había sido la primera e inconclusa intención. Al final, todo se había quedado en una pequeña paliza a los que se mostraron más insolentes, sea como fuere, había oído comentar que los ejecutarían a todos públicamente en Morat o, tal vez, incluso en Almont, para dar ejemplo, aunque, francamente, poco castigo le parecía con todo lo que habían organizado esos indeseables. Si le preguntaran a él, deberían darles un buen escarmiento antes de colgarlos, para que aprendieran, pero nadie iba a preguntarle a él.

El caso era que, entonces que habían concluido las hostilidades, las atenciones de la soldadesca se centraban en atender a esa pobre gente que habían tenido retenida y, por pura coincidencia, Berend se había cruzado con doña Laura, una vecina suya de las Lomas contra la que no tenía absolutamente nada y cuyas alabanzas resultaba muy grato escuchar, no iba a negarlo.

- Ay, Griam te lo pague con mucha salud – agregó doña Laura, conmovida.

- Sí, sí, y con muchos hijos – completó Berend, acercándole una de esas telas que lo mismo servían de manta que de toalla para lavarse un poco, porque todo el mundo estaba pringado de barro de pies a cabeza, como si los hubiesen arrastrado por el suelo – Ahora límpiese un poco y vaya a descansar, ya se ha terminado.

La señora asintió, enjugándose las lágrimas y limpiándose la cara, como le había recomendado. Tenía entendido que había uno o dos oficiales, no estaba seguro quiénes, haciendo una lista con las personas que habían encontrado, suponía que para contarlas a todas, en cualquier caso, les habían pedido que mantuvieran a todo el mundo cerca, para no perder más tiempo del imprescindible en esa tarea y, como consecuencia de ello, se habían formado varios núcleos de personas que se agolpaban en torno a los soldados que estaban repartiendo agua, comida o ropa de abrigo porque, a pesar de que estaban lejos de las Darlen, aquel otoño tenía poco que envidiarle al invierno. Berend estaba a cargo de esa tarea, pero ya se había quedado sin nada más que repartir.

Se apartó un poco de las personas que acababan de rescatar, para que estas se fueran directamente con quienes sí que podían proporcionarles provisiones, y, en cuanto lo hizo, divisó a Edmond en la distancia, dado que su altura lo hacía muy reconocible en las aglomeraciones.

No parecía haber salido demasiado perjudicado de la escabechina, al menos, a juzgar por lo que se veía a simple vista, sin embargo, se le notaba muy agitado.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now