CAPÍTULO 8: Pase lo que pase (Parte 1)

9 2 0
                                    

Suspiró con aburrimiento y cansancio a partes iguales, interrumpiendo su labor de escritura para masajearse las sienes con pesadez. La solitaria vela que lo alumbraba estaba medio derretida, la llama bailaba con las corrientes de aire que circulaban por la oscura habitación, a despecho de que la puerta estaba cerrada y no había ninguna ventana. Cerró los ojos con fuerza, queriendo descansar, una vez más, la vista antes de continuar. Era en esos detalles en los que notaba los años pesando sobre él y, francamente, resultaba de lo más molesto. Él había sido soldado toda su vida, todavía recordaba cuando su padre le dijo, siendo apenas un niño, que el ejército era lo mejor a lo que podría aspirar, que viviría mucho mejor dedicándose a las armas que al campo, como él había hecho, y el tiempo solo le había dado la razón. Aunque, siendo completamente sinceros, nunca había sido su intención convertirse en poco más que un burócrata. Mentiría si dijera que había soñado con la gloria o con el reconocimiento, en la época que les había tocado vivir nadie osaría soñar con tales cosas, se habría conformado con mucho menos, no obstante, debía admitir que, de un tiempo a esta parte, había dejado a un lado cualquier asunto militar y se había centrado exclusivamente en la poco gratificante labor de mantener las cuentas en orden. Se temía que, si no lo hiciera él, nadie más lo haría y bastante mal pintaba el panorama como para dejarlo todo a su albedrío. Sin embargo, echaba de menos los viejos tiempos, los tiempos más sencillos en los que su única preocupación había sido asegurarse de que los caminos eran seguros. Y esa añoranza le hacía sentirse todavía más viejo.

Ernizábal Delambre había dedicado los últimos veintiocho años de su vida a participar de la custodia de la misma fortaleza, un parapeto ubicado en el extremo noroeste de Brenol popularmente conocido como el Muro, pues los lugareños no tenían demasiada imaginación. Ernizábal llegó allí siendo un muchacho, recién salido de la instrucción, satisfecho con su destino, pues él era natural de Cretos, y deseoso de curtirse en la pequeña unidad que estaba encargada de vigilar esa zona tradicionalmente considerada como conflictiva, dada la cercanía con las fronteras de Shalandar y Nietlav. Los landeros rara vez hacían acto de presencia, pero los nietlavos, por el contrario, solían pasearse por allí de tanto en cuando y su función principal consistía en garantizar que ese movimiento no conducía a ninguna clase de altercado de cualquier característica o magnitud, pues nadie quería poner en su contra a sus vecinos. La pequeña villa de Tesdes suponía una escala obligada para aquellos que quisiesen ir de Vladú a Cretos o viceversa por la vía rápida, sin tener que dar un rodeo por Bastepal, aunque el detalle no había contribuido a la prosperidad de la zona. O, mejor dicho, no había podido compensar el progresivo desgaste al que había estado sometida las últimas décadas. En fin, no era ningún secreto que Brenol en general estaba cada vez más hundida en deudas, todos sabían que los Pactos de la Asolación exigían tributos y también era de todos sabido que esas aportaciones resultaban cada vez más difíciles de reunir. Ernizábal había sido testigo del procedimiento en innumerables ocasiones desde que fue destinado al Muro. La capital solicitaba sus impuestos a los terratenientes y gobernadores locales, quienes obtenían esos pagos de sus súbditos, y, por otro lado, una quinta parte de lo producido se destinaba a las cuotas que iban a Nietlav, Shalandar o Luerza, dependiendo de la comarca. De este modo, la recaudación, teóricamente, tenía dos objetivos finales: mantener las arcas del trono y cumplir los Pactos, aunque Ernizábal ya sabía que la realidad no era tan simple. Mucho menos entonces.

Llevaban dos o tres años encadenando malas cosechas y la de ese otoño no había cambiado la tendencia. Simplemente, no producían tanto como antes y, puesto que sus obligaciones con los extranjeros habían minado sus reservas hasta su práctica desaparición, el detalle les hacía mucho daño. Llegados a aquel punto, Ernizábal sabía a ciencia cierta que algunos labriegos de ahí fuera estarían dispuestos a casi cualquier cosa por un pedazo de pan y no podía evitar encontrar lamentable esa situación. Cierto era que Tesdes nunca había sido una gran ciudad, solo era una aldea en medio de un cruce de caminos, el Muro era lo único que podría considerarse digno de interés por esos lares, no obstante, había sido testigo de cómo se ahogaba lentamente sin que nadie hiciera nada al respecto y el hecho lo cabreaba. Justamente por eso estaba allí entonces.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora