CAPÍTULO 1: Las bestias no lloran (Parte 1)

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Páramos de Mereth. Año 232 G.G. 

Decían que ya tocaba a su fin. Que sus esfuerzos, que los esfuerzos de sus padres y abuelos estaban a punto de dar sus frutos. Que el final estaba al alcance de la mano. Que aquel año sería el último, que aquella batalla, la definitiva. Que la victoria estaba cerca. Pero Christan Tungre había oído antes todo aquello. Ya había cometido el error de creer que esas proclamas eran algo más que palabras vacías y esperanzas huecas para intentar encender el ánimo. Llevaba suficiente tiempo metido en aquel interminable infierno como para dejarse engañar tan fácilmente. Y, sin embargo. El cielo azul, inmaculado, pendía por encima de sus cabezas, luciendo en lo alto un sol que iba camino de su cenit, cuyos rayos se ondulaban por la tenue brisa de una primavera benigna, plácida, que parecía demasiado tímida como para querer intervenir en el constante retumbar de metal contra metal, de aullidos animales y de gritos humanos. Bien mirado, había que ser muy estúpido como para querer estar allí.

- ¡No os separéis! – berreó por encima de la cacofonía que hería los oídos.

Algunos de los hombres que estaban al otro lado del parapeto le hicieron caso, aunque solo porque no tenían más remedio. Hombro con hombro, arrinconados contra la que habían juzgado como recia construcción, pero que había demostrado ser insuficiente para frenar el avance de los monstruos, repelían lo mejor que podían los envites de los inagotables zarpos que surgían de la foresta, uno tras otro. Christan, dominando el vaivén inquieto de su montura, hizo una seña a los otros jinetes que se habían reunido con él.

- ¡Ahora! – los hombres sortearon el obstáculo por ambos lados vociferando diversidad de proclamas de muy diferente contenido.

La entrada repentina de la pequeña representación de la caballería permitió sacar a los soldados a pie del atolladero. Al menos a los que se mantuvieron cerca del parapeto. Los zarpos saltaron a por ellos, aparentemente ignorantes de la ventaja que les brindaban los caballos, sin renunciar a su empeño de herirlos, de matarlos, incluso mientras perecían bajo sus lanzas. Su corcel brincaba entre los cuerpos yacientes que se removían entre violentas convulsiones, pisoteándolos con saña. A pesar de que cayeron a decenas, no dejaban de llegar más zarpos que los sustituyeran. Maldijo una vez más a aquellos condenados monstruos y su jodida e implacable pretensión de destruirlos.

- ¡Atrás! – gritó con la voz ronca en tanto que se sacaba a otro zarpo de encima a base de lanzazos - ¡Volved atrás!

Los hombres se apresuraron a resguardarse detrás del parapeto otra vez, tratando de mantener la distancia con las bestias. Era imposible pasar de aquel punto. Christan miró alrededor, a las otras pequeñas defensas que había distribuidas a lo largo de los páramos, buscando en alguna de ellas un impulso, un avance que fuera lo bastante significativo como para poder convertirlo en una ofensiva real contra los monstruos, sin embargo, no lo encontró. Dondequiera que mirara, solo veía hombres arrinconados por la interminable marea de zarpos.

Volvió a maldecir entre dientes. Christan había estado en más batallas de las que podía contar y en todas ellas, grandes o pequeñas, se enfrentó a las huestes almaoscura. Había pateado belasires, había lidiado con la tenacidad de los inferiores, había visto el daño que los superiores eran capaces de hacer, sin embargo, jamás en todos sus años como militar había visto algo como lo que entonces ocurría en los páramos de Mereth, al norte del maltrecho reino de Velana. Era consciente de que los zarpos llevaban acumulándose en esos despoblados desde hacía años, pero no habría podido imaginar, ni en su peor pesadilla, que hubiese tantísimos. Tendría que haberlo visto venir.

El pasado año, el rey de Velana, uno de los Morewin, y el rey de Gromta, un Keuck, habiendo visto la progresiva mengua de los territorios controlados por los zarpos tanto en Sein como en las tierras del norte, en las tundras de Boniar, llegaron a la conclusión de que podían precipitar el fin de la guerra. El grueso de los monstruos se había congregado en los páramos que entonces pisaban y en el enorme bosque de Volg, que se extendía hacia levante hasta el río Kenan. Se decía que fuera de ahí, solo quedaban manadas dispersas, rezagados solitarios, alimañas extraviadas que, en ningún caso, suponían una amenaza tan grande como la que entonces habían decidido afrontar. Christan ignorada si era cierto. Sea como fuere, ambos monarcas decidieron unir fuerzas, incorporando también a compañías provincianas libres, entre las que se contaba la suya, para atestar un golpe definitivo contra esos supuestos últimos zarpos, confiando en que esa fuera la ofensiva que acabara, por fin, con una guerra que ya duraba doscientos treinta y dos años. El ingente batallón, conocido popularmente como "el Libertador", tenía un cometido ridículamente sencillo: masacrar a los monstruos afincados en los despoblados de Mereth. Pero, si Christan había aprendido algo en sus años de soldado era que nada era sencillo cuando de zarpos se trataba.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now