Prólogo: Recuerdos (Parte 4)

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En la pequeña plaza no había mucha gente, un mercader empujaba con aires satisfechos un carro totalmente vacío y algunos viandantes caminaban tranquilamente de un lado para otro, ocupándose de sus asuntos, sin embargo, el ambiente seguía siendo tan estridente como era habitual en Claumar. La pequeña ciudad era una vía de paso obligado para todo aquel que se dirigiera a la capital de Brenol desde el sur, lo cual justificaba que se pudieran encontrar viajeros de muy variada procedencia y condición deambulando por sus calles, así como las dimensiones e importancia que había adquirido su mercado de un tiempo a esta parte. Lo que empezó siendo una mera plazuela vacía destinada al intercambio de mercancías entre gremios se había convertido, a costa del incesante trasiego de viajeros, en un entresijo de callejas de todos los tamaños y formas imaginables que se enmarañaba en el centro de la ciudad, ocupando casi la totalidad de la urbe y en el que se podía encontrar casi de todo. El lugar siempre parecía estar lleno hasta los topes de tenderetes, vendedores ambulantes, buhoneros y artesanos, todo ello además de sus innumerables clientes. Claumar había terminado creciendo en torno a su mercado, tomando envergadura suficiente como para que muchos la consideraran entonces una ciudad notable, aunque todavía seguía envuelta en un innegable ambiente rural.

Saira Birionde había pasado toda su vida en Claumar, de modo que conocía bien su funcionamiento. Sabía que adentrarse en el mercado, independientemente de la hora del día, suponía enfrentarse a una muchedumbre que, a menudo, no te dejaba ir donde querías o que te obligaba a caminar exasperantemente lento, lo que conducía a tener que aguantar más tiempo del necesario los voceríos de los vendedores retumbando en los oídos. Aunque se había terminado acostumbrando a la experiencia con los años, la verdad era que visitar el mercado no era una de sus tareas favoritas. Sea como fuere, lo que debe hacerse, debe hacerse.

Con aquella determinación en mente, se volvió a colocar un ondulado mechón castaño detrás de la oreja y enfiló calle adelante, aferrando con fuerza la cesta de mimbre que portaba bajo el brazo, armándose de paciencia para abrirse paso lentamente entre la multitud. Su único cometido era comprar un par de cosas que a Niva, de modo sorprendente, se le habían olvidado, no obstante, no creía que el detalle pudiese abreviar de ninguna forma las cosas, igual que tampoco creía que el despiste de Niva fuese completamente accidental. No sería la primera vez que se inventaba tareas para obligarla a dar vueltas por la ciudad quién sabía con qué objetivo.

Mientras pensaba en ello, se percató de que la gente comenzaba a arremolinarse no muy lejos de donde ella estaba, probablemente para dejar pasar a alguien importante. Saira se puso de puntillas para confirmar su suposición. Un par de soldados se daba aires, andando con paso autoritario, luciendo el grabado del águila bicéfala de Brenol en su peto bruñido. Caminaban con diligencia, pero sin prisa, disfrutando del revuelo que armaban a su alrededor y yendo, casualmente, en la dirección que ella seguía. No dudó en aprovechar su oportunidad y entró en el camino que se abría entre la gente para ellos. Se situó detrás de los soldados, a cierta distancia, y se benefició de la buena disposición de la barahúnda a apartarse ante los representantes del emperador, lo que le permitió recorrer la calle en apenas unos momentos. Tras la corta travesía, salió de la despejada estela de los soldados para entrar en la pequeña verdulería que solía.

Dentro del local, como de costumbre, había varias personas, aparte de la propietaria, sin embargo, ninguno de los presentes parecía tener verdadera intención de comprar nada. Un vistazo a los precios le hizo entender el motivo. Su padre se habría llevado las manos a la cabeza.

Los precios no habían parado de subir desde el final del verano, la escasez de alimentos se había ido incrementando desde la temporada de cosecha, cuando se enviaron las cuotas a Nietlav, Luerza y Shalandar. Al principio solo se notó en la carne y el pescado, pero entonces parecía haber alcanzado todos los sectores. El temor a una posible hambruna estaba obligando a las clases pudientes a comprar todo lo que no se había mandado a los países vecinos a un coste elevado, lo cual no hacía sino resaltar el patente riesgo de desabastecimiento que podría hacerse realidad aquel invierno. Los ánimos estaban un poco crispados y, a consecuencia de ello, la gente del interior del local observó con gesto serio cómo Saira adquiría lo que le habían mandado y se marchaba enseguida, sin querer estar más tiempo del necesario siendo blanco de aquel desagradable e injustificado escrutinio reprobador. Ella no tenía la culpa de que lo que antaño fuese el mayor imperio del mundo estuviese entonces al borde de la quiebra, aunque no eran pocas las personas que parecía empeñadas en buscar responsables a quienes culpar de la situación actual.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon