CAPÍTULO 3: Malos presagios (Parte 2)

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Le gustaría poder decir que el sendero era sencillo y el viaje ameno, pero estaría mintiendo. La Carretera de las Estribaciones estaba tan bien definida como cabría esperar de una ruta principal como aquella, sin embargo, el hecho de que saliera en todos los mapas, que todo el mundo la conociera y que estuviese, según había oído, muy transitada normalmente no cambiaba que fuese un camino de tierra. Grande y famoso, por supuesto, pero un maldito camino de tierra al fin y al cabo. En su opinión, disponer el susodicho camino de tierra a los pies de unas montañas como las Darlen era como pedir a gritos que se llenara de charcos y barro porque, pesara a quien pesara, en torno a esos picos siempre crecían las nubes de tormenta y con pasmosa velocidad, debía añadir. Un claro ejemplo de ello lo estaban viviendo justo en ese momento, sin ir más lejos. El cielo había estado impecablemente azul cuando salieron de Bresinoff esa mañana, pero, entonces, daba la sensación de que las nubes se habían tragado el sol para siempre y el ambiente estaba tan cargado de humedad que mojaba. No tenía ni idea de qué hora sería, lo único de lo que estaba seguro era de que estaba oscuro y hacía frío como si fuese plena madrugada. Lo recorrió un escalofrío cuando una gota de agua helada, de alguna forma, le resbaló por la nuca.

- Esta lluvia es una verdadera calamidad – se quejó, dándose con la mano antes de que la gota cumpliera su amenaza de seguir su camino espalda abajo.

Derek estaba sentado a su lado en el pescante, como él, con la capucha calada y un poco echado hacia delante para que aquella silenciosa precipitación no los empapara del todo. Su hermano era el que llevaba las riendas del carro entonces con arreglo a unos turnos en los que ninguno de los dos había abundado, pero que, igualmente, respetaban.

- No debe faltar mucho para llegar a Colina de la Torre – le anunció no por primera vez. Sus palabras pintaron el aire de blanco a causa del vaho – A este ritmo deberíamos estar allí antes de que anochezca.

Edmond asintió con desgana. En aquel pueblo harían la primera parada de su viaje y, dadas las circunstancias, estaba deseando llegar para poner un techo sobre su cabeza. A despecho de sus precauciones, aquella mal llamada lluvia que flotaba en el aire estaba calando la ropa poco a poco. Edmond notaba el frío en las orejas y la nariz tan intenso como si les estuviese nevando.

- ¿Y estás seguro de que no ha anochecido ya? – le preguntó a su hermano con toda la intención, señalando con gesto ostentoso la oscuridad neblinosa que los rodeaba – Porque da la impresión de que es noche cerrada.

Derek desdeñó esa posibilidad con un bufido, aunque, juzgando solo en base a la ausencia de luz, se diría que habían pasado horas desde la puesta de sol.

- Claro que estoy seguro – zanjó el otro – No hace tanto que salimos del pueblo.

- Y se nos pone a llover justo ahora, mira que tenemos mala suerte – agregó Edmond – Tendríamos que haber esperado un día más antes de partir.

- Si no hubiese sido esta, habría sido otra, Edmond – opinó Derek – Estamos al lado de las montañas, no había forma de librarse de la lluvia. Deberíamos dar gracias porque no sea una tormenta de verdad.

Esa certeza no suponía mucho consuelo. Edmond suspiró, lanzando una voluta blanca, lidiando con el desagradable frío como había hecho toda su vida, no en vano, siempre había vivido junto a las Darlen. El camino que seguían estaba más vacío de lo que había esperado, aunque Derek ya le había señalado con buen criterio que aquella no era la mejor época del año para viajar como, sin duda, estaban comprobando en sus carnes. La carretera describía una trayectoria curvada, esquivando las escarpadas laderas de las montañas que, en aquel tramo, todavía tenían algo de vegetación. Esa lluvia helada que cuajaba el aire, enturbiaba los confines de lo que se alcanzaba a ver en la distancia casi con tanta efectividad como la curvatura del trazado o los árboles dispersos que crecían a un lado del camino. El único ruido que se oía se componía por los crujidos y traqueteos de su carreta, los cascos de las bestias de tiro sobre el suelo embarrado, algún relincho ocasional y sus propias voces, cuando hablaban. Aquella manta de agua que estaba sobre ellos parecía capaz de disimular cualquier otro sonido que pudiera haber por los alrededores, aunque, francamente, no creía que hubiese ninguno. Se le ocurrían sitios mucho mejores donde pasar el rato.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderWhere stories live. Discover now