CAPÍTULO 9: Esperando un principio (Final)

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Gruñó por lo bajo, maldiciendo entre dientes. Un viento implacable venía del norte, corriendo por entre las ondulantes colinas, haciendo tremolar las antorchas que habían encendido durante la noche y que todavía se mantenían ardiendo pese a la inminente salida del sol, aunque el frío no era una de sus principales preocupaciones en esos momentos. Levantó la vista del suelo, oteando nuevamente la ciudad cuyas luces habían aparecido en el horizonte esa misma noche y que el alba convertía en una mera silueta. La capital hacia la que se dirigían sin pausa, ni orden, ni impedimentos a su avance.

- Pero, ¿cuántos pueden ser? – preguntó con un bufido, aburrido – Así, a ojo, ¿cien?

- Más bien mil, Noyan – lo corrigió Elgun, que caminaba a su lado.

Noyan no pudo evitar mascullar otra maldición, aquello se les estaba yendo completamente de las manos. Desde que salieron de Tesdes, el número de personas que los seguía no había hecho más que crecer, empezaron siendo apenas cincuenta o sesenta hombres y, a esas alturas, ni tan siquiera habían sido capaces de contar con exactitud a todos los que se les habían unido y se les seguían uniendo. Noyan no había recibido el detalle como algo negativo, le había gustado comprobar que despertaban en la gente ese ánimo de levantarse y buscar algo mejor, ahora bien, mentiría si dijera que conservaba intacta esa opinión después de tantos días en camino.

Había algunos que de verdad querían unirse a su lucha, que consideraban el movimiento algo digno de su esfuerzo y cuya ayuda era bien recibida, ahora bien, esos eran una minoría. La mayor parte de las nuevas incorporaciones no sabía dónde iban o por qué antes de decidir acompañarlos. No, ellos solo eran campesinos de aldeas remotas sin ninguna pretensión de luchar que, al ver su grupo, se asustaron y prefirieron unírseles antes que ponerse en su contra, o, como era el caso más general, que pensaron que les proporcionarían comida o alguna clase de pago si se les unían, lo cual no era verdad. Noyan había dicho por activa y por pasiva que a los Patrios no les sobraban las provisiones, solo tenían lo que cogieron del Muro y habían dejado mucho en Tesdes, así que no estaban en condiciones de ponerse a repartir víveres como si aquello fuese una obra de caridad, pero sus advertencias no habían disuadido a nadie de emprender el camino. Llegados a aquel punto, diría que la mitad de su grupo, sino más, estaba compuesto íntegramente por mendigos, buscavidas, labriegos arruinados, padres y madres de familias hambrientas, golfillos callejeros de diversas edades y ancianos sin nada que perder. Todos ellos impelidos por la necesidad, animados a adherirse a los Patrios con la esperanza de conseguir algo a cambio, habían preferido arriesgarse con ellos antes que seguir tal y como estaban, lo cual daba una pista de cómo de mal pintaba el asunto. Naturalmente, a Noyan no le hacía puñetera gracia tener a toda esa gente allí, con ellos, su supervivencia dependiendo por completo de lo que hicieran o dejaran de hacer los Patrios, lo ponía muy nervioso, pero, tristemente, su presencia no era su principal problema en esos momentos. Descontando a todos los hambrientos inofensivos que solo iban con ellos porque no tenían mejores alternativas y a esos pocos que deseaban sinceramente unirse a su causa, había otros tantos que compartían el ánimo revolucionario que hizo caer el Muro, pero no parecían tener la intención de respetar las directrices que los Patrios de Tesdes o el propio Noyan promulgaban en el grupo. Esos mamones eran peor que un grano en el culo.

Aquella gente había adoptado su nombre, se hacían llamar Patrios, pero no lo eran, ¿cómo iban a serlo cuando hacían lo que les daba la gana? Esos tipos habían protagonizado saqueos en algunas de las granjas con las que se habían topado, habían robado provisiones a granjeros indefensos, habían destrozado propiedades y se habían peleado con algunos lugareños que intentaron defenderse. Noyan y los suyos siempre tenían que acudir corriendo para pararlos y poner un mínimo de orden, pero cada vez les resultaba un poco más difícil porque, pesase a quien pesase, cada vez eran más y el detalle amenazaba con desequilibrar las cosas. Por el momento, habían sido capaces de contenerlos más o menos, poniendo énfasis en el hecho de que los Patrios nunca la tomarían con gente inocente, pero ya habían llegado tarde un par de veces y no le gustaba nada la expectativa de que esas situaciones pudieran volver a repetirse. Si por él fuera, les daría la patada a esos energúmenos que no sabían diferenciar amigo de enemigo, pero no podía hacerlo. La última semana habían topado con tres pelotones de la guardia imperial, los tres con órdenes de truncar su marcha hacia la capital. Noyan habría querido poder dirigirse a ellos, hacerles ver que no tenían nada en contra del emperador en sí, que solo querían hacer un par de cambios para mejorar su imperio, ahora bien, esos soldados no habían tenido ninguna intención de negociar nada. Habían salido a su encuentro para frenarlos por la fuerza y, sin ninguna duda, habrían podido cumplir su objetivo sin ninguna dificultad si los Patrios de Tesdes hubiesen marchado por su cuenta. Ellos habían cogido algunas armas del Muro, sin embargo, la guardia los habría superado en número, preparación y pertrechos, los habrían disuelto enseguida si no hubiesen ido con ellos esos otros que también se hacían llamar Patrios. La intervención de esa gente en la pelea volcó las cosas a su favor y les permitió repeler los ataques de la guardia con una contundencia salvaje. Arg, odiaba admitirlo, pero esos cabrones eran buenos. Perdieron a mucha gente en esos enfrentamientos, pero el detalle no los minaba apenas nada porque, cada día, llegaban más refuerzos de todas las aldeas por las que pasaban. ¿Le gustaba dejar un campo sembrado con cadáveres? Hombre, no. ¿Estaba de acuerdo con esos que profanaban los cuerpos como buitres, saqueando sus armas, pertrechos y cualquier cosa de valor que llevaran encima? No demasiado, es decir, entendía que era razonable, pero no le gustaba mucho tener que hacerlo. ¿Era agradable ver cómo los hambrientos que los seguían imitaban esas conductas en busca de migajas sobrantes? Pues, en realidad, era un puto asco. Pero no podía hacer nada al respecto.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora