CAPÍTULO 5: Tan lejos de casa (Parte 1)

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La luz se había ido del todo. La noche caía con rapidez en aquella época del año, el intenso frío que debía imperar en el exterior se colaba por los goznes de la puerta y las ventanas en forma de una desagradable brisa que el hogar encendido no era capaz de disipar del todo. Se inclinó un tanto hacia delante, buscando el ángulo propicio para alcanzar a ver algo a través del resquicio que siempre quedaba entre la contraventana y el marco, pues habían dejado de encajar hacía ya un tiempo. Las luces del pueblo, que se antojaban lejanas al otro lado del prado, permitían localizar los edificios que se ocultaban al amparo de la oscuridad. No vio a nadie fuera, sin embargo, tampoco había esperado lo contrario, al fin y al cabo, no eran horas para estar deambulando por los caminos con ese frío. Todo el mundo habría vuelto a casa. Suspiró bajito y se irguió de nuevo. Por más que lo intentara, no podía evitar estar preocupada, a despecho de que no hacía ni un día que se marcharon. Elise confiaba plenamente en sus hijos, sabía que Derek y Edmond eran sensatos, que no asumirían riesgos innecesarios, no obstante, esa certeza no aliviaba su inquietud. Atardecía muy deprisa, los días eran muy cortos y las noches muy oscuras, eso sin mencionar el frío o a los indeseables que pudieran cruzarse en su camino a la capital. No lograba desprenderse de la sensación de que se habían precipitado al organizar toda aquel viaje, aunque, haciendo honor a la verdad, tampoco albergaba ninguna seguridad de que hubiesen sido capaces de aguantar el invierno con lo que tenían. A decir verdad, tal propósito se había antojado directamente imposible de cumplir, por eso tomaron esa decisión y no se arrepentía de ella. Simplemente, le hubiese gustado que las cosas hubiesen sucedido de otro modo, no le agradaba imaginarse a sus hijos por los caminos en una noche tan negra como esa, aunque, por otro lado, también era consciente de que podría estar peor. Dirigió una mirada cautelosa a su esposo mientras seguía removiendo distraídamente la sopa que se estaba cocinando. Le consolaba que, por lo menos, Derek hubiese sido capaz de convencer a Harold para que se quedara en casa.

El hombre estaba sentado en una silla de madera, con un brazo acodado en la mesa, sosteniéndose la cabeza con aire meditabundo y un ceño que denotaba cierta molestia. Elise le había sugerido hacía no mucho que se acercara al fuego que Rosalie había encendido en la chimenea y que, entonces, era la principal fuente de luz y calor de la sala, no obstante, él no había querido hacerle caso. Saltaba a la vista que seguía muy enfadado por las circunstancias en las que se habían marchado los chicos y, tal vez, esa reacción no era del todo sorprendente, sin embargo, por estúpido que pudiera sonar, a Elise le preocupaba. Llevaba mucho tiempo ahí, callado, y no guardaba buenos recuerdos de la última vez que cayó en ese estado.

Cuando un hombre regresa de la guerra nunca vuelve a ser el mismo. ¿Cuántas veces pudo oír el mismo comentario, la misma advertencia, la misma certeza? Habían pasado muchos años desde entonces, casi una eternidad, no obstante, por alguna razón, aquella época se antojaba extrañamente cercana, como un mal sueño que podías recordar después de haber despertado. En aquel momento, con la guerra suspendida en un punto culminante que no terminaba de decantar un ganador, aquella frase que se había repetido una y otra vez, por una u otra circunstancia, estaba completamente a la orden del día, pues diría que todos los hombres con suficiente edad fueron llamados a filas. Bresinoff era un pueblo de canteros y pastores cuya actividad no se consideró tan crucial como la aportación que pudieran hacer en el frente. Los únicos que estuvieron exentos de participar en la contienda fueron el herrero local, por razones evidentes, y un par de ancianos que carecían de la fuerza necesaria como para hacer frente a los gromteses. Harold no fue ninguna excepción a la regla, poco importó que acabaran de trasladarse al pueblo o que acabaran de casarse, igualmente tuvo que partir y estuvo ausente meses enteros durante los cuales no recibió noticias suyas más allá de la información genérica y difusa que les llegaba desde la lejana frontera. Como ocurrió con tantos otros, fue como si hubiese desaparecido del todo, convertido en uno más de esa multitud que se había enviado a la batalla o sus alrededores y que nadie podía saber si volvería a casa o no. Hubo momentos en los que dudó de que fuese a hacerlo, noches en las que temió que nunca llegaría a conocer al hijo que ella esperaba y de cuya existencia ni tan siquiera había tenido la oportunidad de avisarle, horas en las que imaginaba una viudedad más larga que el propio matrimonio y se acordaba de su madre que, en su momento, le aconsejó en contra de marcharse con Harold, cuestionándose hasta qué punto había hecho bien no escuchándola. Fueron meses largos, meses inciertos, pero Griam oyó su súplica y, a finales de aquel verano, regresaron. Cierto que no todos tuvieron esa suerte, cierto que algunos volvieron lisiados, no obstante, a Elise solo le importó que Harold estaba de una pieza. Tal vez un poco más áspero de como lo recordaba, más brusco, pero ya le habían advertido al respecto y, además, ¿qué importaba eso cuando estaba vivo? A pesar de la prolongada ausencia, de la incertidumbre que la había acosado durante tanto tiempo, al final, lo había recobrado en salud y pudo presentarle a su primogénito, cuyo nacimiento se había perdido por poco. Harold quiso que el niño se llamara Derek, en honor a un compañero de armas que había conocido mientras estuvo fuera y del que, en realidad, no llegó a hablarle ni entonces, ni en ningún momento. Elise prefirió no darle importancia al detalle, considerando que no valía la pena meter el dedo en la herida cuando ya estaba en casa, prefiriendo centrar sus energías en retomar la normalidad que la ausencia de Harold había truncado. Sin embargo, aquel permiso no fue eterno, se revocó a finales de ese mismo invierno y tuvieron que volver a marcharse. Esa segunda vez, se movilizaron menos hombres que la primera, los inválidos, la mayoría cojos o mancos, quedaron exentos y Elise deseó que su Harold pudiese contarse entre ellos. Se lo sugirió, de hecho. Un par de dedos de una mano suponían la diferencia entre repetir la angustiante experiencia de la partida, la incertidumbre y la guerra, o quedarse en casa, donde debía estar, con su mujer, su hijo y el otro que ya estaba en camino. Pero no. Harold no se atrevió, no quiso arriesgarse, es posible incluso que se hubiese tomado la simple sugerencia como una deslealtad o, tal vez, solo tuvo miedo de que alguien descubriera la trampa y lo delatara, convirtiéndolo en un desertor, con todo lo que ello implicaba. Elise lo ignoraba y tampoco le preguntó al respecto. Simplemente lo dejó ir de nuevo y su marcha dio inicio una vez más a esa traicionera y desesperante espera. Una espera que se prolongó dos años completos.

La Gracia del Cielo I. Los Hijos del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora