Finestrals

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 4
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Esperaba encontrar otra estancia llena de maravillas, pero en su lugar descubrió un espacio largo y estrecho con las paredes cubiertas de grandes ventanales desde el suelo hasta el techo. Laylha no encendió la luz; no hacía falta. La habitación estaba iluminada por los rascacielos y el reflejo de sus luces sobre la superficie oscura del río. Laylha se acercó a los ventanales sin decir nada, y ella se detuvo a su lado.

-Están vivos, los edificios... Unos más que otros -dijo ella unos segundos más tarde con un hilo de voz. Le dedicó una mirada triste y a cambio recibió una sonrisa. Se moría de vergüenza.

-Es decir, es lo que parece. Siempre me lo ha parecido. Todos tienen alma, sobre todo por la noche... Es como si pudiera sentirlo.

-Sé que es así. Por eso escogí tu obra.

-¿No por la exactitud de las líneas rectas o la precisión de las reproducciones? -preguntó Elizabeth con voz temblorosa.

-No. Esa no fue la razón. La expresión del rostro de Laylah desapareció cuando Elizabeth sonrió; sintió un placer inesperado. Al final resultaba que sí la comprendía. Y... ella le había dado lo que quería. Admiró las magníficas vistas.

-Ahora comprendo lo que querías decir -dijo ella, su voz vibraba de la emoción.

-Llevo un año y medio sin asistir a una clase de arquitectura y estoy tan ocupada con las de bellas artes que ni siquiera tengo tiempo de leer el periódico; si no lo sabría. Aun así... culpa mía por no haberme dado cuenta hasta ahora. continuó, refiriéndose a los dos edificios que custodiaban la oscura superficie del río cubierta de pequeños destellos dorados. Sacudió la cabeza, asombrada.

-Has convertido Empresas Hansen en un clásico moderno y racional de la arquitectura de Chicago. Es como una versión contemporánea del Sandusky. Brillante.

Elizabeth se refería esta vez a la similitud entre el edificio de Empresas Hansen y el edifico Sandusky, una joya del gótico. Empresas Hansen era como Laylah: una versión más moderna, elegante y arriesgada de algún antepasado de la época medieval. La idea le arrancó una sonrisa de los labios.

-La mayoría de la gente no ve el efecto hasta que se lo enseño desde aquí. dijo ella.

-Es una genialidad, Laylah -insistió Elizabeth, y lo decía sinceramente. Le lanzó una mirada inquisitiva y vio el diminuto reflejo de las luces de los rascacielos brillando en sus pupilas.

-¿Por qué no has alardeado de esto ante la prensa?

-Porque no lo he hecho para la prensa. Lo he hecho para mí, como la mayoría de las cosas.

Elizabeth se sintió atrapada por su mirada e incapaz de responder. ¿Aquella no era una afirmación demasiado egoísta? Entonces, ¿por qué sus palabras no habían hecho más que empeorar la sensación de presión entre las piernas?

-Pero me alegra que te guste -continuó Laylha.

-Hay otra cosa que quiero enseñarte.

-¿De verdad? -preguntó ella sin aliento. Laylah se limitó a asentir.

Elizabeth la siguió, alegrándose de que no pudiera ver el color de sus mejillas. La llevó hasta una estancia con las paredes prácticamente cubiertas de estanterías de nogal llenas de libros y se detuvo nada más entrar para observar la reacción de Elizabeth. Ella miró a su alrededor hasta que sus ojos se detuvieron en la pintura que colgaba sobre la chimenea. Se acercó a ella como sumida en un trance y estudió una de sus propias obras.

-¿Se lo compraste a Beauchene? -susurró, refiriéndose a uno de sus compañeros de piso, Elliot Beauchene, que tenía una galería en Wicker Park. El cuadro que tenía delante era la primera obra que había vendido.

Elizabeth se lo había dado a Elliot hacía un año y medio a modo de depósito por su parte del alquiler. Por aquel entonces aún no se habían mudado a la ciudad y ella no tenía ni un céntimo en el bolsillo.

-Sí -respondió Laylha, y su voz delató su posición detrás del hombro derecho de Elizabeth.

-Elliot nunca me dijo...

-Le pedí a Jiang que se encargara de la compra. Probablemente la galería no llegó a saber quién era el comprador. Elizabeth se tragó el nudo que se había empezado a formar en su garganta.

La obra mostraba la imagen de una mujer solitaria caminando por en medio de la calle Lincoln Park a primera hora de la mañana, cuando todavía no era de día y de espaldas al espectador. Los edificios parecían mirarla desde lo alto con una actitud fría y distante, tan inmune al dolor humano como ella a su propio sufrimiento.

Llevaba un abrigo abierto que flotaba tras ella, los hombros inclinados contra el viento y las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros. Cada línea de su cuerpo exudaba poder, gracia y la clase de soledad resignada que con el tiempo se convierte en fuerza y capacidad de resolución. A Elizabeth le encantaba aquel cuadro. Le había costado lo indecible separarse de él, pero de alguna manera tenía que pagar el alquiler.

-La boba que camina sola -dijo Laylha desde detrás con la voz un tanto ronca. A Elizabeth se le escapó la risa al oír el título con el que había bautizado la
obra.

«Soy la boba que camina sola...»

-¿Qué has dicho? - pregunto Elizabeth con una sonrisa graciosa.

-La loba que camina sola, señorita Elizabeth - Respondió con una sonrisa cálida. Elizabeth soltó una risita.

- Lo siento, creí oír otra cosa, Pinté este cuadro en mi segundo año de universidad. Me había matriculado en una asignatura de literatura inglesa y estábamos estudiando a varios autores,  Me pareció que la frase casi le pegaba a uno de esos...

Su voz perdió fuerza mientras observaba la figura solitaria del cuadro, con toda la atención concentrada en la mujer que tenía detrás. Volvió la cabeza para mirar a Laylah, sonrió y se dio cuenta, avergonzada, de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Las aletas de la nariz de Laylha se movieron y Elizabeth se dio la vuelta de golpe, mientras se secaba las mejillas. Ver su obra en las profundidades de aquella casa había activado un resorte en su interior.

-Creo que será mejor que me vaya -dijo. Se hizo el silencio, momento que su corazón aprovechó para tocar un redoble en sus oídos.

-Sí, será lo mejor -repitió Laylha finalmente. Elizabeth se dio la vuelta y suspiró aliviada -o arrepentida- cuando vio la espigada figura de Laylah saliendo por la puerta.

La siguió y murmuró un «gracias» cuando, de nuevo en la entrada, le ofreció su chaqueta vaquera. Intentó cogerla pero ella se resistió. Elizabeth tragó saliva y se dio la vuelta para dejar que la ayudara a ponérsela.

Los nudillos de Laylah le rozaron la piel de los hombros y su mano se deslizó bajo su larga cabellera para sacarla suavemente por el cuello de la chaqueta, rozándole la nuca en el proceso. Elizabeth no pudo reprimir un escalofrío y sospechaba que ella también lo había notado.




Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now