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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 42
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Laylah intercambió unas palabras con el camarero, que no tardó en dejarlas a solas. Elizabeth le sonrió desde el otro lado de la mesa. Se sentía muy feliz y no podía dejar de admirar el azul eléctrico de sus ojos, a pesar de que la lona que cubría la terraza impedía que les diera el sol directamente.

-El otro día comentaste que no te acabaste de sentir a gusto contigo misma hasta que te marchaste a la universidad. ¿Cómo es que no tuviste ninguna relación seria en todos esos años?

Elizabeth evitó mirarla a los ojos. Su experiencia con alguien más -o la ausencia de ella- no era un tema del que le apeteciera hablar con alguien tan sofisticada como Laylah.

-Supongo que nunca encontré a nadie con quien realmente encajara. - Dijo y levantó la mirada con cautela y vio que Laylah seguía mirándola, expectante. Ella suspiró; al parecer, no tenía intención de cambiar de tema.

- No me interesaba nadie en la universidad, al menos en un sentido romántico. Siempre me he llevado mejor con los hombres que con las mujeres. Las chicas de mi edad se pasan el día que si estoy guapa, que si dónde te has comprado esos vaqueros, que si qué te vas a poner el viernes por la noche para que no vayamos todas iguales... -le explicó, y puso los ojos en blanco.

-Con las personas cuando se trataba de... de eso... -guardó silencio, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

-¿De los detalles escabrosos? - Pregunto Laylah.

-Sí, supongo que sí. -asintió Elizabeth, y se quedó callada unos segundos mientras el camarero les servía las bebidas. Ambas pidieron algo para comer. Cuando el camarero se fue, Laylah la miró fijamente, impaciente.

-No sé qué quieres que te explique.-le dijo Elizabeth, y se puso colorada.

- Me gusta salir de fiesta con chicos o simplemente pasar el rato, pero nunca he sentido... nada más. -reconoció, y su voz se convirtió en un susurro- por nadie. Me parecían demasiado jóvenes, demasiado pesados. Estaba harta de que siempre me preguntaran qué me apetecía hacer durante las citas. No sé, ¿por qué tenía que decidir yo? -Se sorprendió al ver que los labios de Laylah esbozaban una sonrisa.

-¿Qué he dicho?

-Eres una sumisa sexual pura, Elizabeth. La más pura que jamás haya visto. Además eres especialmente inteligente, independiente, llena de talento... de vida. Una combinación única. Tu frustración con los hombres radicaba tal vez en que no sabían qué tecla tocar contigo, por decirlo de alguna manera. Seguramente solo hay un puñado de hombres en todo el planeta a los que estarías dispuesta a someterte. - Tomó la copa y observó a Elizabeth por encima del borde mientras tomaba un sorbo de agua.

-Y parece que de ese puñado yo, una mujer, también estoy incluida y más aún, me siento afortunada por estarlo. Soy muy afortunada Elizabeth. - Dijo Laylah.

Elizabeth se echó a reír, sin dejar de estudiar atentamente sus facciones. ¿Lo decía en serio? Recordaba haberle oído utilizar la palabra «sumisa» la noche en que la había azotado en su ático. A ella no le habían gustado las implicaciones de aquella palabra y, desde entonces, había intentado apartarla de su mente a toda costa.

-No sé de qué me estás hablando. -respondió disimulando.

Esta vez, sin embargo, no podía dejar de darle vueltas a lo que acababa de decirle, no podía evitar recordar la sensación de hastío cada vez que un hombre necesitaba beber demasiado para acercarse a ella sexualmente, actuaba con indecisión o de un modo inmaduro... de un modo opuesto por completo a Laylah. Ella arqueó apenas una ceja, como si hubiera percibido el sonido de las piezas encajando en su cerebro.

-¿Te importa que hablemos de otra cosa? -preguntó Elizabeth, desviando la mirada hacia la gente que paseaba por la acera.

-Claro, lo que tú quieras. -contestó Laylah, seguramente porque sabía que ya había plantado la duda.

-Mira a esos. -dijo Elizabeth, señalando con la cabeza a tres chicos jóvenes que acababan de pasar frente a la terraza del restaurante montados en tres scooter.

- Cuando vivía en París, siempre me decía que algún día alquilaría una. Parece divertido.

-¿Por qué no lo hiciste? - Pregunto Laylah.

Esta vez me puse como un tomate y miró a su alrededor, deseando que apareciera el camarero con la comida.

-¿Elizabeth? -insistió Laylah, inclinándose ligeramente hacia delante.

-Bueno... eh... yo... -Cerró los ojos-No tengo carnet de conducir.

-¿Por qué no? -preguntó ella, y parecía sorprendida.

Elizabeth intentó vencer la vergüenza, sin saber muy bien por qué le afectaba tanto hablar de aquello con Laylah. Todos sus amigos sabían que no tenía carnet. Las ciudades estaban llenas de gente como ella. Ethan, por ejemplo, tampoco tenía coche.

-En el instituto no necesitaba para nada el coche. Mis padres tampoco insistieron mucho en el tema, así que no me matriculé en las clases de conducción. -explicó a toda prisa, con la esperanza de que no se diera cuenta de que acababa de manipular ligeramente la verdad.

Lo cierto era que nunca había estado tan gorda como a los diecisiete años. Todos los días le daba las gracias a Dios por tener una salud de hierro y por no haber padecido secuelas tras la repentina pérdida de peso que había experimentado a los dieciocho años. Parecía increíble, pero no le había quedado ni una sola marca de aquellos años. Los kilos habían desaparecido como si se tratara de una experiencia traumática, y no una realidad biológica perfectamente mesurable. Para Elizabeth, su puesta de largo había sido una experiencia horrible.

Le tocó ir a clase de conducción con tres chicas de su clase de gimnasia, tres chicas que, ironías del destino, tenían por costumbre burlarse de ella a todas horas. La clase de gimnasia era como una tortura diaria. La idea de pasarse una hora encerrada con tres chicas que se reían continuamente de ella por su forma de moverse, y con un profesor que era consciente de la situación y no hacía nada por detenerlas, terminó por superarla. Sus padres sospecharon que ese era el motivo por el que evitaba la clase de conducción y tampoco le insistieron mucho para que acudiera. Seguramente la idea les resultaba tan mortificante como a ella misma.

-Cuando me mudé a Chicago, tuve aún más motivos para no sacármelo. No me podía permitir un coche, ni un seguro, ni una plaza de aparcamiento, así que me olvidé del tema.

-¿Cómo te mueves por la ciudad?

-En metro, en bici... a pie. -respondió Elizabeth sonriendo. Laylah sacudió la cabeza.

-No me parece bien. - Dijo Laylah.

-¿Qué quieres decir? -preguntó ella, borrando la sonrisa de su cara. Laylah puso los ojos en blanco al darse cuenta de que otra vez se había ofendido.

-Pues que una mujer joven como tú debería controlar los aspectos más básicos de su vida.

-Y, según tú, ¿saber conducir es un aspecto básico?

-Sí -respondió Laylah, con tanta vehemencia que a Elizabeth se le escapó una carcajada de sorpresa.

-Sacarse el carnet es un punto de inflexión en la vida de cualquiera, parecido a dar los primeros pasos... o a controlar el temperamento. - añadió significativamente al ver que abría la boca para disentir.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now