Je ne peux pas rester à l'écart

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 20
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-Pintas como si te poseyera un demonio.

-Lo dices como si supieras qué se siente.-respondió ella con la voz tensa.

-Creo que sabes que sí. La imagen de Laylah caminando sola por las calles desiertas de la ciudad se materializó de repente en su cabeza. Destrozó la ola de compasión y de sentimientos que aquel recuerdo siempre evocaba en ella. Bajó la mano del hombro dolorido y se volvió hacia ella.

-La señora Morrison me ha dicho que esta noche estarías en Berlín.

-He tenido que volver antes por una emergencia. Elizabeth la observó en silencio durante un instante, incapaz de decir una sola palabra y admirando la belleza de las luces de los rascacielos reflejándose en sus ojos.

-Ya veo -consiguió decir al fin, dándole la espalda otra vez.

- En ese caso, me voy.

-¿Hasta cuándo piensas evitarme?, ¿Mientras vivas? -respondió ella rápidamente. Había percibido una nota airada en la voz de Laylah y eso había actuado como una cerilla, encendiendo su propia furia y su confusión. Pasó junto a ella como una exhalación con la cabeza agachada, pero ella la interceptó sujetándola del brazo y la obligó a detenerse.

-Suéltame. -Su voz sonaba rabiosa, pero en realidad estaba aterrorizada porque notaba que estaban a punto de saltársele las lágrimas. ¿No era suficientemente malo volver a verla como para que encima tuviera que ser espiada de aquella manera y pillándola desprevenida?

-¿Por qué no me dejas en paz?

-Lo haría si pudiera, te lo aseguro -respondió ella con una voz gélida como la escarcha invernal. Elizabeth se retorció intentando escapar, pero la tenía bien cogida. Tiró de ella, y Elizabeth se encontró de repente con la cara hundida en su pecho mientras la rodeaba con los brazos.

-Lo siento, Elizabeth. De verdad que lo siento. Por un momento, su voluntad cedió y se apoyó en ella por completo, aceptando su fuerza y su calidez.

Su cuerpo se estremeció de emoción. Se concentró en la sensación de su mano acariciándole lentamente el pelo. Más tarde, cuando analizara este breve lapso de tiempo, se daría cuenta de que la clave había sido el tono de su voz.
Laylah parecía tan perdida y tan desesperada como ella misma. No era la mala de la historia, pensó Elizabeth. Aquella noche no la había humillado para mostrarle un destello de deseo en estado puro.

Estaba furiosa con Laylah porque no quería estar con ella, al menos no lo suficiente como para pasar por alto su falta de experiencia. Sintió que una vorágine de emociones se arremolinaba en su pecho e intentó apartarse de ella. El peso del deseo que sentía se le hacía insoportable. Laylah la soltó lentamente, pero la mantuvo dentro del círculo que dibujaban sus brazos. Elizabeth bajó la cabeza y se enjugó las mejillas, negándose a levantar la mirada.

-Elizabeth...

-No digas nada más, por favor -dijo Elizabeth.

-No soy Mujer para ti. Quiero que eso quede bien claro.

-De acuerdo. Claro como el agua.

-No me interesa el tipo de relación que una chica de tu edad, experiencia, inteligencia y talento merece. Lo siento.

Elizabeth sintió que se le contraía el corazón al oír aquellas palabras, pero en el fondo sabía que Laylah tenía razón. Era absurdo pensar de otra manera. No estaba hecha para ella, ¿acaso no era evidente? Elliot llevaba días diciendo exactamente lo mismo. Clavó una mirada ausente en el bolsillo de la camisa de Laylah. Quería escapar de allí, quería permanecer allí entre las sombras del estudio, en los brazos de Laylah. Ella la sujetó de la barbilla y tiró hacia arriba para obligarla a mirarla a los ojos, y cuando finalmente lo hizo, descubrió una ligera mueca en su rostro. Se apartó de ella de golpe, horrorizada ante la expresión de pena que había creído captar en sus ojos, pero ella la sujetó por el antebrazo y no tuvo más remedio que detenerse.

-En lo que se refiere a mujeres, soy una persona horrible -le espetó.

-Se me olvidan las fechas señaladas y las citas. Soy bruta. Lo único que realmente me interesa es el sexo... y salirme con la mía -añadió con crudeza, sorprendiendo a Elizabeth, que la miraba boquiabierta.

-Para mí, el trabajo lo es todo. No puedo perder el control de mi empresa. No pienso permitirlo. Yo soy así.

-Entonces, ¿por qué te molestas en contarme todo esto? Es más, ¿por qué has venido aquí siquiera? El rostro y la mandíbula de Laylah se tensaron, como si intentara contenerse y no escupir alguna respuesta fuera de tono.

-Porque no podía mantenerme alejada. Elizabeth vaciló un instante, confundida. El recuerdo de lo mal que se había sentido hacía apenas unas noches la golpeó de nuevo y le aclaró las ideas.

-Si no puedes mantenerte alejada, tendrás que encontrar a otra artista o trasladar mi lugar de trabajo.

-Elizabeth, no vuelvas a dejarme plantada -le dijo Laylah, intimidándola con el tono de su voz.

Pero Elizabeth echó mano de la poca dignidad que le quedaba y se dirigió hacia la puerta.
Unas noches más tarde, el dolor seguía presente, pero Elizabeth había conseguido dosificarlo... contenerlo en el interior de su mente y de su espíritu. Los momentos más dolorosos eran cuando sonaba el teléfono y descubría que era Laylah intentando hablar con ella. Ignorar aquellas llamadas le suponía tal esfuerzo que ni siquiera era capaz de expresarlo con palabras.
Los sábados por la noche le resultaba mucho más fácil ignorar aquel intenso dolor que le oprimía el corazón. Eran los días en que trabajaba como camarera en el Firestorm, y estaba tan ocupada que no tenía tiempo de acordarse de Laylah, o del cuadro, o de arrepentirse, porque el local se ponía a tope a eso de las dos de la madrugada. El Firestorm era la última parada en la ruta de Los bares Black iced-Bear.

Los clientes solían ser profesionales liberales y antiguos estudiantes. Mientras otros locales cerraban a las dos, las tres o, como mucho, las cuatro, el Firestorm permanecía abierto hasta las cinco de la madrugada todos los sábados, y entre la clientela había adictos a la fiesta y bebedores empedernidos. Los sábados la dejaban exhausta y ponían a prueba su paciencia, pero Elizabeth siempre se negaba a dejar escapar una oportunidad de trabajo; las propinas triplicaban la suma que habría ganado cualquier otro día de la semana.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora