Je désire

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 36.5
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Elizabeth permaneció inmóvil sin saber muy bien cómo reaccionar,deseando con toda el alma gritarle que se metiera la ducha y la bata y los aires de superioridad por donde le cupieran. Otra parte de ella se sentía mal por haber provocado aquel atisbo de temor en sus hermosos ojos azules.La tercera parte, sin embargo, se había emocionado al oír sus palabras.

No había dejado de pensar en la vez que la había azotado con la mano y con la pala y en que Laylah parecía haberse olvidado de todo aquello de un día para otro. Quería saber cómo acababa todo el proceso. Quería darle placer. Pero ¿a qué precio?, se preguntó nerviosa, de camino al lavabo, resignada ante la certeza de que lo único que podía hacer era obedecerle. ¿Por qué tenía que ser ella como un rompecabezas? ¿Por qué tenía que convertirla también a ella en uno... incluso para sí misma?

Después de la ducha, Elizabeth se sentó en el sofá de la suite, incapaz de disimular los nervios que sentía ni de controlar una ira que iba en aumento. ¿Cómo se atrevía a hacerla esperar así? ¿No era eso lo que hacía siempre? ¿Tirar de los hilos a su antojo? Eso era exactamente lo que estaba haciendo, y en más de un sentido. Elizabeth sintió el impulso de salir corriendo hacia el baño y cerrar la puerta para poder restregarse contra el cojín del sofá.

No soportaba las esperas, pero, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, aquella vez, además de enfadarse, se estaba excitando ella sola... La expectación... los nervios mezclados con una potente dosis de ansiedad por lo que pensaba hacerle. De repente se oyó el sonido de la puerta del dormitorio de la suite abriéndose y tras ella apareció Laylah, que la miró desde la distancia antes de acercarse al galán de noche y colgar la americana del traje.

Luego abrió las puertas de un antiguo armario de madera de cerezo y se inclinó como si quisiera coger algo de adentro. Cuando volvió a incorporarse, Elizabeth giró la cabeza porque no quería que se diera cuenta de hasta qué punto vigilaba cada uno de sus movimientos. Así pues, cuando Laylah rodeó el sofá unos segundos más tarde y dejó una fusta negra sobre la mesilla para el café, Elizabeth no pudo ocultar su sorpresa. Observó boquiabierta, y con el corazón latiéndole en la garganta, la pieza de cuero fino de cinco por diez centímetros que sobresalía del extremo de una fina vara de madera.

—No tengas miedo. —le dijo Laylah con dulzura. Elizabeth la miró.

—Pero tiene aspecto de hacer daño.

—No es la primera vez que te castigo. ¿Te hice daño la anterior?

—Un poco. —admitió, y sus ojos se posaron en una de las manos de Laylah,  la que sujetaba lo que parecía ser un par de esposas recubiertas de suave piel negra.

<< Oh, no. >>

—Bueno, no sería un castigo si no doliera un poco, ¿no crees?

Elizabeth levantó la mirada hasta el hermoso rostro de Laylah, hipnotizada... hechizada por el sonido de su voz.

— Levántate y quítate la bata.

Elizabeth se puso de pie sin romper el contacto visual ni un segundo. Era como si los ojos de ella le transmitieran un mensaje mudo que la ayudaba a reunir el poco valor que le quedaba. Dejó caer la bata sobre el sofá y se estremeció al sentir la mirada de Laylah sobre su cuerpo.

—¿Quieres que encienda el fuego? —le preguntó, refiriéndose a la chimenea de gas.

—No. —respondió ella, acercándose a la repisa, profundamente desconcertada por el contraste entre aquella pregunta tan educada y la intención de castigarla.

—Ponte de espaldas a mí. —le ordenó.

Elizabeth  quería asomar la barbilla por encima de su hombro y averiguar  qué se traía entre manos, pero al final fue capaz de controlarse. ¿Sería quizá porque no quería darle la satisfacción de saber que sentía curiosidad, o porque de algún modo sabía que no le gustaría que se comportara como una observadora? De pronto, se dio un susto al sentir las manos de Laylha alrededor de una de sus muñecas.

—Tranquila, preciosa.—murmuró. —Sabes que nunca te haría daño. Tienes que confiar en mí.

Elizabeth no dijo nada. La cabeza le funcionaba a toda velocidad, mientras ella deslizaba un extremo de las esposas alrededor de su muñeca derecha.

—Ya puedes mirarme. —dijo Laylah. Elizabeth se dio la vuelta y, al ver lo cerca que estaban, no pudo evitar que los pezones se le pusieran aún más duros.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now