Sortir de mon esprit

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 5
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Laylah consiguió sacarse a Elizabeth de la cabeza durante diez días seguidos. Hizo un viaje de dos noches a Nueva York para ultimar la compra de un programa informático que le permitiría crear una nueva red que combinara aspectos más sociales con una revolucionaria aplicación para juegos.

Luego voló a Londres, como todos los meses, para pasar unos días en el apartamento que tenía allí. Mientras estaba en Chicago, ella trabajo y las reuniones la obligaban a quedarse en el despacho hasta pasada la medianoche. Cuando llegaba a casa, se encontraba el apartamento a oscuras y en silencio. En realidad, decir que había mantenido a Elizabeth Becker alejada de sus pensamientos no era del todo cierto.

-Ni sincera. Se dijo Laylah a modo de reprimenda mientras subía en el ascensor hacia su apartamento un miércoles por la tarde.

El recuerdo de Elizabeth la asaltaba en los momentos más inesperados y se confundía con los detalles de cada día. La señora Morrison, el ama de llaves inglesa, ya mayor, le había ido contando algunos detalles mezclados con su cháchara habitual sobre cómo iban los proyectos semanales en la casa. Gracias a ella sabía que se habían hecho buenas amigas con Elizabeth y que la invitaba de vez en cuando a tomar un té en la cocina.

Se alegraba de que Elizabeth se sintiera cada vez más cómoda en su casa, aunque a continuación no podía evitar preguntarse qué importaba que fuera de uno u otro modo. Lo único que ella quería era el cuadro, y sabía que las condiciones de trabajo eran más que adecuadas para realizar el encargo.

Un día se dijo que quizá estaba siendo demasiado desconsiderada con Elizabeth al ignorarla. Seguramente sus ausencias estaban poniendo demasiado énfasis en ella, dándole más importancia a la situación de la que realmente tenía.

Un jueves por la tarde fue a su estudio con la intención de preguntarle si le apetecía tomar algo con ella en la cocina. La puerta estaba entornada. Entró sin llamar y durante unos segundos permaneció en silencio, observándola trabajar sin que ella se diera cuenta. Estaba subida en una pequeña escalera, trabajando en la esquina superior derecha del lienzo completamente absorta.

A pesar de que estaba bastante segura de no haber hecho ruido, Elizabeth se dio la vuelta de pronto y se quedó petrificada, mirándola con sus hermosos ojos castaños muy abiertos y sin levantar el lápiz de la tela. Se le había escapado un mechón de pelo de la horquilla con la que lo sujetaba y tenía una mancha de carboncillo en la mejilla. Separó los labios, de un rosa oscuro, y la observó atónita.

Laylah se mostró educada y le preguntó por el avance de su trabajo, intentando ignorar por todos los medios la vena que le latía en el cuello o las formas redondeadas de sus pechos. Elizabeth se había quitado la chaqueta deportiva que se ponía para trabajar y llevaba una camiseta de tirantes ajustada. Tenía los pechos más grandes de lo que había imaginado y el contraste entre la cintura estrecha y la cadera, y las piernas largas, se le antojó profundamente erótico.

Tras treinta segundos de conversación forzada, Laylah huyó como la cobarde que era. Se dijo a sí misma que tanta atención concentrada en una sola mujer era completamente normal. Al fin y al cabo, poseía una belleza espectacular y parecía ajena a su sexualidad, lo cual resultaba aún más fascinante.

¿Acaso escondida en una especie de agujero? Seguro que estaba acostumbrada a que los hombres se volvieran cada vez que entraba en un lugar y se les cayera la baba al ver su delicada cabellera cobriza, sus ojos castaños como el terciopelo y su figura alta y esbelta.

¿Cómo podía ser que a sus veintitrés años no supiera que con la perfección de una piel pálida como la suya, unos labios oscuros y generosos y un cuerpo delgado y ágil podía doblegar la voluntad de cualquier persona?

Laylha no conocía la respuesta a aquella pregunta, pero después de estudiar el tema detenidamente, podía afirmar que la ausencia de ego de Elizabeth no era fingida. Caminaba con el paso firme y decidido de un chaval de quince años y decía toda clase de torpezas.

Solo cuando observaba embelesada las obras de arte en el apartamento, o cuando admiraba el paisaje a través de los ventanales, o mientras hacía los primeros esbozos aquella primera noche sin darse cuenta de que Laylah la observaba en secreto, totalmente inmersa en su arte, su belleza salía a la superficie en todo su esplendor. Y era la visión más adictiva e irresistible que jamás hubiera visto.

De vuelta al presente, Laylah se detuvo en el vestíbulo de su ático. Elizabeth estaba allí. No se oía ni un solo ruido procedente de las profundidades de su residencia, pero de algún modo sabía que ella estaba trabajando en su estudio provisional. ¿Seguiría dibujando sobre aquel enorme lienzo? De pronto la imaginó al detalle, con su hermoso rostro tenso por la concentración y los ojos oscuros debatiéndose entre el lápiz y las vistas.

Cuando trabajaba, se transformaba en una jueza sombría y formidable, y todos sus complejos desaparecían bajo el peso de un talento brillante y una gracia muy poco común que, al parecer, ni siquiera sabía que poseía. También ignoraba la fuerza de su atractivo sexual. Laylah, en cambio, era muy consciente de su potencial.

Por desgracia, también sabía que el suyo era un carácter ingenuo. Casi podía olerlo a su alrededor, la inocencia mezclada con una sexualidad aún por explorar que creaba un perfume tan intenso que le había hecho perder el norte. Sintió que se le formaban gotas de sudor sobre el labio superior y que se le hinchaban los pezones en cuestión de segundos.

Con el ceño fruncido, miró el reloj y sacó el teléfono móvil del bolsillo. Marcó unos números y avanzó por el pasillo hasta tomar una esquina en dirección a su dormitorio. Por suerte, sus dependencias personales estaban en el extremo opuesto del apartamento, a un mundo de distancia del lugar en el que trabajaba Elizabeth. Necesitaba sacársela de la cabeza, eliminarla de sus pensamientos. Una voz respondió al otro lado de la línea.

-Leiza, me ha surgido algo importante y ya voy tarde. ¿Te importa que quedemos a las cinco y media en vez de a las cinco?

-Claro que no. Nos vemos allí en cuarenta y cinco minutos. Espero que estés preparada porque hoy estoy de lo más animada. Laylah sonrió mientras cerraba la puerta de su dormitorio y echaba la llave.

-Amiga mía, tengo la sensación de que mi espada también está hambrienta de sangre, así que ya veremos quién está preparada y quién no.

Cuando Laylah colgó, Leiza aún se estaba riendo. Dejó el maletín en el suelo y cogió el uniforme de esgrima del vestidor, con su plastrón, sus pantalones y su chaquetilla. A continuación se desnudó rápidamente y sacó una llave del maletín. Su dormitorio tenía dos vestidores anexos; la señora Morrison tenía prohibida la entrada en uno de ellos, al igual que cualquiera salvo ella.

Aquel era el territorio privado de Laylah. Abrió la puerta de madera de caoba y entró desnuda en la pequeña estancia de techos altos. Las paredes estaban llenas de cajones y armarios y la habitación mantenía siempre un orden meticuloso.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now