Profiter

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 27
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—¿Me has comprado algo que ponerme? —preguntó Elizabeth,  abriendo al máximo sus ojos de ninfa. Laylah  sonrió de medio lado y, con una fuerza de voluntad a prueba de bombas, volvió a concentrarse en su trabajo.

—Te dije que me ocuparía de todo lo que necesitaras, Elizabeth.

Tenía que estar realmente cansada porque, cuando vio el dormitorio, tan opulento como el resto del avión y sorprendentemente grande, apenas se sorprendió. Quizá era porque empezaba a conocer a Laylah y sabía que jamás se conformaría con nada que no fuera la perfección. Abrió la puerta del armario, tal y como ella le había dicho que hiciera, y vio un vestido negro de punto colgando de la barra.

—Jiang me ha pedido que te diga que encontrarás todo lo que necesitas en el primer cajón, dentro del armario, o encima de el —le había dicho Laylah hacía apenas un par de minutos.

— Dice que la temperatura en París esta noche será de dieciocho grados, así que las medias son opcionales —añadió, mirando la pantalla del móvil y leyendo un mensaje de su asistente personal más eficiente.

Dentro del cajón del armario encontró un conjunto exquisito de bragas y sujetador de encaje negro. Cogió otra pieza, esta de color ébano, y la observó, confusa, hasta que se dio cuenta de que era un liguero. De pronto, se avergonzó al imaginar a Jiang preparándole aquel complemento tan íntimo. Sus dedos rozaron el último objeto del cajón: unas medias de seda. Nerviosa, miró hacia la puerta del dormitorio y volvió a guardar el liguero en el cajón. Era más que probable que Laylah esperara que se lo pusiera, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Además, Jiang había dicho que las medias eran opcionales, ¿no?

Encima del armario encontró dos cajas, una de cartón y la otra de piel. Primero abrió la caja de zapatos y exclamó para sus adentros, encantada al ver los zapatos de tacón súper sexys forrados en terciopelo negro y envueltos con papel de seda. Elizabeth nunca había sido muy aficionada a llevar tacones —sus zapatillas de correr eran la pieza más cara y valiosa de todo su vestuario—, pero era evidente que tenía alma de mujer porque se moría de ganas de probarse aquellos zapatos tan sofisticados.

De repente, vio la marca y puso una mueca. Era bastante probable que costaran más de lo que ella pagaba por tres meses de alquiler. Debatiéndose entre la emoción y los nervios, abrió la segunda caja. Las perlas despedían un destello luminoso en contraste con el terciopelo negro de la caja. El collar era de dos vueltas, de un gusto exquisito, y los pendientes dos sencillas perlas. Ambas piezas eran el paradigma de la elegancia más natural y discreta.

¿Todo aquello formaba parte del pago que recibiría por acceder a que Laylah la poseyera sexualmente durante un período de tiempo aún por determinar? La idea hizo que se le revolviera el estómago. Depositó la caja a un lado, corrió al lavabo y dejó caer al suelo la manta con la que se había cubierto el cuerpo. Una ducha caliente la ayudaría a asentar las ideas, a deshacerse de aquella sensación tan irreal que no la dejaba en paz. Se envolvió la cabeza con una toalla para mantener el pelo seco y abrió el grifo.
Unos minutos más tarde, regresó al dormitorio. Se había embadurnado con la crema hidratante que había encontrado sobre el mármol del lavabo y tenía la piel brillante. Aún no había decidido qué hacer con la ropa cara y las joyas que Laylha había mandado preparar para ella.

—Falta aproximadamente una hora. Hemos tenido suerte de encontrar las condiciones perfectas —dijo una voz de hombre con un leve deje electrónico. Elizabeth  se sobresaltó, pero enseguida cayó en la cuenta de que se trataba del piloto hablando por la megafonía del avión. Pensó en Laylah, sola en el otro compartimiento y levantando la mirada al oír al piloto, despertando del profundo estado de concentración en el que trabajaba.

Laylah esperaba que se pusiera la ropa que le había comprado, y se enfadaría si no lo hacía. Ella tampoco quería pelearse con ella, no aquella noche. Además, ¿acaso no había aceptado enrolarse en aquella aventura? ¿No le había vendido ya el alma al diablo para poder experimentar a cambio el tacto de sus manos? Apartó tanta idea melodramática de su cabeza y sacó las medias de seda y encaje del cajón.

Veinte minutos más tarde, salió del dormitorio sintiéndose extremadamente consciente de sí misma y bastante segura de que acabaría cayéndose de bruces por culpa de los zapatos. Laylah la miró de reojo al ver que se acercaba y dio un respingo. La expresión de su rostro se volvió indescifrable mientras paseaba la mirada por su cuerpo.

—No... no sabía qué hacerme en el pelo —dijo Elizabeth, sintiéndose estúpida.

—Tengo unas pinzas de plástico en el bolso, pero no creo que...

—No —dijo ella, y se puso de pie. Incluso montada en aquellos enormes tacones, Elizabeth seguía siendo  ocho  o diez centímetros más bajita que ella.

Laylah se acercó y le pasó los dedos por el pelo. Al menos se lo había alisado por la mañana y apenas se había despeinado, a pesar de las horas de sueño. En contraste con el vestido negro, tenía un aspecto brillante y suave, pero hasta ella, que era una ignorante en lo referente a la moda, sabía que el vestido que llevaba pedía un recogido que estuviera a la altura.

—Ya haremos algo con él para mañana —añadió Laylah.

—Esta noche puedes llevarlo suelto. Una coronilla tan magnífica como la tuya nunca está fuera de lugar.

Elizabeth le dedicó una sonrisa incierta. Los ojos azules de Laylah se pasearon por sus pechos, por su cintura y por su vientre, arrancándole los colores. Por una parte a Elizabeth le horrorizaba la forma en que el vestido se ajustaba a sus curvas, pero por otra le entusiasmaba. El vestido transmitía una sensualidad refinada, o al menos lo habría hecho en el cuerpo de otra, se corrigió Elizabeth mientras estudiaba el rostro de Laylah.
¿Estaba satisfecha? Por la expresión hermética de su cara, no podía estar segura de ello.

—No pienso quedarme con ninguna de estas cosas dijo Elizabeth  en voz baja.

—Son demasiado.

—Ya te dije que podía ofrecerte dos cosas en este viaje.

—Sí... placer y experiencia.

—Para mí supone un gran placer contemplar por fin tu verdadera belleza. En cuanto a ti, la ropa es parte de la experiencia, Elizabeth. —Apartó la mano de su pelo, con la mirada fija en ella y los músculos de la mandíbula tensos.

—¿Por qué no te limitas a disfrutarla? Eso es lo que pienso hacer yo —le dijo con la voz áspera, antes de darse la vuelta y desaparecer en el dormitorio cerrando la puerta tras ella.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now