Qu'est-ce qui ne va pas chez toi

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 41
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—¿Te importaría decirme a qué ha venido esto? —preguntó Laylah después de cerrar la puerta. Su voz era tranquila, pero sus ojos brillaban de ira.

—Lo siento. Era una oferta muy generosa por tu parte, pero sé qué clase de ropa le dirías a Melissa que comprara o que encargara para mí. Aún estoy estudiando, Laylah. No puedo permitirme esa clase de ropa.

—Lo sé. Por eso la pago yo.

—Ya te he dicho que no estoy en venta.

—Y yo ya te he explicado que esta es la clase de experiencia que yo puedo ofrecerte. —le espetó ella.

—Bueno, pues no estoy interesada en esa «clase de experiencia».

—Creo que dejé bien claro que yo pondría las normas, Elizabeth, y tú estuviste de acuerdo. Estoy dispuesta a aceptar tu cabezonería en pequeñas dosis, pero esta vez te has pasado. —dijo Laylah mientras se acercaba a ella, visiblemente molesta por su persistencia.

—No, la que se ha pasado eres tú. Llevo toda la vida teniendo que soportar a gente que se creía con el derecho a decirme que mi aspecto no era el correcto y que había que cambiarlo. ¿De verdad crees que soy tan estúpida como para permitirte que hagas lo mismo? Yo soy así, Laylah. Si no puedes estar conmigo tal y como soy, pues lo siento. — Dijo Elizabeth con voz temblorosa.
Laylah se detuvo en seco.

Por un instante, Elizabeth deseó que no la mirara con aquellos ojos que parecían atraversarla como dos láseres. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, le dolía saber que querría que fuera diferente. Sabía que era una reacción irracional, en realidad, no había dicho que quisiera cambiarla a ella, sino su ropa, pero no podía evitar que las emociones se apoderaran de ella. Las dos permanecieron inmóviles, mientras Elizabeth intentaba contener las lágrimas.

—No importa. —dijo Laylah finalmente mientras ella miraba hacia la ventana de la terraza sin ver nada, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Ya lo hablaremos más adelante. Ahora mismo no quiero discutir contigo. Hace un día espléndido. Me gustaría disfrutarlo contigo.

Elizabeth  la miró esperanzada. ¿De verdad estaba dispuesta a perdonarla por haber rechazado su generosidad? Dejó caer los brazos.

—¿Qué... qué has planeado? — Laylah recorrió la distancia que las separaba.

—Bueno, había pensado en ir de compras y comer tarde, pero ahora que sé cuál es tu opinión al respecto, creo que será mejor que cambiemos los planes. — Elizabeth disimuló una sonrisa. Sabía que a Laylah Hansen no le gustaba cambiar de planes.

—¿Qué te parece si lo sustituimos por una visita rápida al Musée d’Art Moderne y una comida tardía? — Elizabeth estudió detenidamente su rostro impasible en busca de alguna pista que le indicara de qué humor estaba, pero no encontró ninguna.

—Sí, eso sería estupendo.

Laylah  asintió y señaló la puerta con la mano. Elizabeth pasó a su lado y se detuvo al oírle decir su nombre, como si hubiera algo que quisiera decirle y antes no se hubiera atrevido, pero que ahora no podía callarse.

—Quiero que sepas que en ningún momento pretendía criticar tu apariencia. Ya sea rodeada de perlas o con una camiseta de Blackpink, creo que eres increíblemente atractiva. ¿No te habías dado cuenta? — Elizabeth se quedó boquiabierta.

—Pu... pues no. En serio. Solo quería decir...
—Ya sé qué querías decir, pero eres una mujer extremadamente hermosa. Me gustaría que te quedaras con eso, Elizabeth.

—Parece que eres tú la que se quiere quedar con mi belleza... durante el tiempo que te parezca conveniente. —respondió, incapaz de contenerse.

—No. —replicó Laylah, con tanta brusquedad que Elizabeth no pudo evitar fruncir el ceño. Inspiró lentamente, como si se arrepintiera de su reacción.

—Lo admito, es probable que tengas motivos para creerlo, teniendo en cuenta lo que sabes de mí... o incluso lo que yo sé de mí misma. Pero sinceramente me gustaría que te vieras con claridad... que fueras consciente del poder que tienes. — Dijo Laylah.

Elizabeth la miró fijamente con la boca abierta, sin acabar de comprender el mensaje que brillaba en sus ojos. Aún seguía confundida cuando la tomó de la mano y la guió hacia el exterior de la suite.
Elizabeth se pasó el día repitiéndose que entre Laylah  y ella no había nada más que un acuerdo sexual, porque lo cierto es que aquellas fueron las veinticuatrohoras más románticas de toda su vida. A propuesta de ella, le dieron el día libre a Aaron y recorrieron las calles de París a pie.

Caminar de la mano de Laylah le provocaba una emoción, una euforia casi ridícula. De vez en cuando, tenía que mirarla de reojo para convencerse de que estaba paseando por la ciudad más romántica del planeta de la mano de la mujer más atractiva y excitante que jamás hubiera conocido.

—Me muero de hambre. —anunció tras el breve pero intenso recorrido por el Musée d’Art Moderne, durante el que no habían dejado de sorprenderle sus elevados conocimientos artísticos y su gusto innato.

Laylah  era la compañera perfecta: se mostró considerada con lo que Elizabeth  quería ver, la escuchó en todo momento e hizo gala de un sentido del humor incisivo que nunca antes había utilizado en su presencia.

—¿Podemos comer ahí? —preguntó Elizabeth señalando hacia la terraza de un pequeño restaurante de aspecto agradable situado en la rue Goethe.

—Jiang nos ha reservado mesa en el Le Cinq. —respondió Laylah, refiriéndose al restaurante del hotel, súper exclusivo y muy, muy caro.

—Jiang Li.—murmuró Elizabeth, mientras observaba a una mujer que, sentada junto a su pareja en una terraza, cogía la comida distraídamente con la mano y se reía de algo que acababa de decirle su compañero. —Se le da muy bien planear cosas, ¿verdad?

—Es la mejor. Por eso trabaja para mí.—respondió Laylah con brusquedad antes de mirarla de reojo.

Unos minutos más tarde fue ella quien la miró a Laylah, esta vez sorprendida, cuando se detuvieron frente al pequeño restaurante y ella la invitó a entrar con un gesto de la mano, disimulando a duras penas una sonrisa divertida.

—¿En serio? —preguntó Elizabeth emocionada.

—Pues claro. Hasta yo puedo ser espontánea de vez en cuando. En pequeñas dosis, eso sí. —añadió, fingiendo una mueca.

—¿Cuándo se acabarán los milagros? —se burló Elizabeth. A continuación se puso de puntillas y la besó en los labios antes de sentarse en una de las mesas de la terraza, dejándola boquiabierta.

—¿Te apetece algo para beber que no sea agua con gas? — Le preguntó Laylah cuando el camarero se acercó a tomarles nota. Ella negó con la cabeza.

—No, solo eso, gracias.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now