Les préférences

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 16
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Laylah estaba sentada en el sofá con una tableta en el regazo. Cuando la vio entrar en el dormitorio, dejó el dispositivo sobre la mesa.

-He encendido la chimenea para ti. -le dijo, recorriéndola de arriba abajo con la mirada. Llevaba la misma ropa que cuando había irrumpido en el estudio de tatuajes: pantalones a medida gris oscuro y camisa azul y blanca. Tenía las piernas cruzadas en una pose informal. Parecía muy cómoda. El brillo del fuego se reflejaba en sus ojos.

-Hace frío esta noche. No quiero que te resfríes.

-Gracias.-murmuró Elizabeth, sintiéndose insegura y un tanto extraña.

-Quítate la bata. -dijo Laylah tan tranquila. El corazón le dio un vuelco. Tiró del cinturón y dejó que la bata se deslizara por sus hombros.

-Déjala aquí.-le indicó Laylah, señalando la silla que había junto a ella y sin apartar la mirada de la de ella.

Elizabeth dejó la prenda sobre el respaldo de la silla y permaneció inmóvil, deseando que el suelo se abriera y se la tragara, estudiando el complicado patrón de la alfombra oriental que tenía bajo los pies como si contuviera todos los secretos del universo.

-Mírame. -le ordenó Laylah. Ella levantó la cabeza. Había algo en la mirada de Laylah que Elizabeth no había visto hasta entonces.

-Eres exquisita. Embriagadora. ¿Por qué bajas la mirada como si tuvieras vergüenza? Elizabeth tragó saliva y la verdad salió descontrolada de su garganta.

-De... de pequeña tenía sobrepeso. Hasta los diecinueve, más o menos. Supongo... que todavía tengo la misma falta de confianza de entonces. explicó con un hilo de voz. Una sutil mirada que parecía decir «por supuesto» iluminó su rostro de marcadas facciones.

-Ah... sí. Pero a veces pareces muy segura de ti misma.

-Eso no es confianza. Es desafío.

-Sí. -musitó Laylah.

-Ahora lo entiendo. Mejor de lo que crees. Es tu forma de decirle al mundo que se puede ir a tomar por culo por haberse atrevido a mirarte por encima del hombro. -Sonrió.

-Bravo, Elizabeth. Ya era hora de que te dieras cuenta de lo hermosa que eres. Siempre deberías controlar tus puntos fuertes; que nadie los infravalore o, peor aún, los controle por ti. Ven aquí, por favor.

Elizabeth obedeció con paso tembloroso. Cuando le vio tomar una jarra que tenía junto a ella, encima de un cojín, abrió los ojos como platos, confundida. Era tan pequeña e Laylah había copado todos sus sentidos de tal manera que no la había visto hasta entonces. Laylah retiró el tapón de la jarra y vertió una pequeña gota de la sustancia blanca y espesa que contenía en la punta de su dedo índice. Cuando levantó la mirada, se dio cuenta de la expresión de desconcierto de Elizabeth.

-Es un estimulante para el clítoris. Aumenta la sensibilidad de los nervios. -dijo.

-Ah, entiendo. -murmuró ella, aunque no era cierto. Laylah bajó la vista hasta posarla en la unión de los muslos de ella. Su mirada era tan estimulante que Elizabeth sintió un pellizco en el clítoris.

-Soy muy egoísta cuando se trata de ti.

-¿Qué quieres decir? -preguntó ella.

-Siempre doy placer a las sumisas cuando me complacen. Sin embargo, normalmente me da igual si lo sienten o no mientras están siendo castigadas. Tienen que soportarlo si quieren conseguir su recompensa. En cambio, creo que contigo he... cambiado un poco de perspectiva.

-¿Sumisas? -preguntó Elizabeth en un susurro porque su cerebro se había detenido en esa parte de su respuesta.

-Sí. Soy dominante en el sexo, aunque no me hacen falta herramientas de bondage o dominación para ponerme a tono. Es solo una preferencia, no una necesidad.

Se inclinó hacia delante en el sofá de modo que su pelo oscuro rozaba el vientre de Elizabeth y le causaba un cosquilleo que la comenzaba a calentar, la nariz muy cerca de su sexo. La miró mientras ella inspiraba y luego cerraba los ojos un instante.

-Qué dulce. -dijo Laylah, y por el tono de su voz parecía un poco desconcertada.

A Elizabeth no le dio tiempo a prepararse para lo que vendría a continuación. Laylah introdujo el dedo índice entre los labios de su sexo y extendió la crema concienzudamente por el clítoris con gesto seguro... casi eléctrico. Elizabeth sintió que un intenso placer se concentraba entre sus piernas y le recorría el cuerpo, y tuvo que morderse el labio inferior para reprimir un gemido.

-Esta noche te castigaré y, créeme, no te miento si te digo que disfrutaré. Mucho. Pero quiero que tú también sientas placer. Tu naturaleza lo determinará en su mayor parte, pero esta crema te ayudará a encaminarlo todo en la dirección correcta. -explicó Laylah, sin dejar de masajear la crema por el clítoris de Elizabeth. Levantó la mirada y vio su cara de sorpresa.

-No quiero que temas esto. No quiero que odies los castigos. En una palabra, no quiero que me tengas miedo, Elizabeth. Apartó la mano y la dejó sobre su regazo.Su mirada volvió a posarse en la unión de sus muslos. Las aletas de su nariz se contrajeron y su rostro se puso rígido un segundo antes de levantarse bruscamente del sofá.

-Por aquí, por favor.-le dijo. Ella la siguió hasta la chimenea, pero se detuvo cuando vio lo que acababa de tomar de la repisa: una pala.

-Acércate más. Puedes mirarla si quieres. -la animó cuando se dio cuenta de su recelo. Sostuvo la pala en alto para que pudiera inspeccionarla.

-Son hechas a mano. Esta me llegó justamente la semana pasada. A pesar de mi propia insistencia en que no la utilizaría para nada, la mandé fabricar pensando en ti, Elizabeth. Elizabeth escuchaba con los ojos desorbitados.

-Te quemaré con la parte de piel. -continuó ella tranquilamente. Hablaba con tanta seguridad que Elizabeth volvió a notar aquella sensación líquida y cálida entre las piernas. Laylah giró la muñeca, lanzó la pala al aire y la recogió al vuelo. Ella observó la escena boquiabierta. El otro lado estaba cubierto de un espeso pelo marrón oscuro.

-Y te aliviaré el escozor con el visón. -concluyó. Elizabeth sintió que se le secaba la boca y la mente se le quedaba en blanco.

-Empezaremos ahora mismo. Inclínate y apoya las manos en las rodillas.- le ordenó. Obedeció.

Su respiración se había convertido en una serie de resoplidos erráticos. Laylah se levantó y se colocó junto a ella. Elizabeth la miró de soslayo, nerviosa. La claridad que despedía la chimenea se reflejaba en sus ojos mientras estos recorrían su cuerpo.

-Dios, qué bonita eres. No sabes cuánto me disgusta que no te des cuenta de ello, Elizabeth. Ni frente al espejo, ni a los ojos de las personas, ni siquiera en tu interior. Levantó una mano para acariciarle la espalda siguiendo la columna, la parte izquierda de la cadera y la nalga, y ella cerró los ojos al sentir una oleada de placer atravesándole el cuerpo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now