Abstinence

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ  33
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Cuando Laylah retiró las manos de su sexo, ella aún se estaba corriendo. Con un gruñido, se apartó unos centímetros y se abalanzó sobre ella pegando su sexo en su muslo.

—Dios, tu coño... mejor de lo que había imaginado —gimió casi de forma incoherente, mientras  se frotaba contra ella con fuerza.

Elizabeth aún no había dejado de estremecerse bajo el efecto de las sacudidas que le recorrían el cuerpo, cuando Laylah la hizo temblar aún más con sus arremetidas, que se volvían más y más exigentes por momentos. La golpeó con su muslo una y otra vez, marcando un ritmo cada vez más acelerado, hasta que, de pronto, paró en seco.  Elizabeth gritó extasiada.

—No quiero hacerte daño, pero me estás volviendo loca, Elizabeth. —le susurró entre dientes.

—No me haces daño.

—¿No? — Ella negó con la cabeza.

La tensión iba en aumento. Empezó a moverse de nuevo, deslizándose sobre su muslo con la fluidez de un pistón bien engrasado. Elizabeth reprimió un grito, que le abrasó la garganta. De pronto se dio cuenta de que hasta entonces Laylah se había estado conteniendo, pero ahora la estaba arremetiendo con una entrega absoluta, y no solo eso, sino también con una habilidad que la dejó sorprendida.

Sus movimientos eran sutiles y descarnados al mismo tiempo, controlados y también salvajes. Era como si le insuflara placer en estado puro, golpeaba contra su piel con tanta vehemencia que Elizabeth estaba segura de que en cualquier momento se pondría a arder. Empezó a mover la cadera siguiendo un ritmo opuesto al de ella, y cada vez que sus cuerpos chocaban y se oía el sonido seco de la piel contra la piel, se le escapaba un grito por la boca.

—Por Dios. —gruñó Laylah unos segundos más tarde.

Su voz sonaba miserable y eufórica al mismo tiempo. Se movió encima, acomodo su sexo contra el de ella  y la embistió con tanta fuerza que la cabeza de Elizabeth golpeó el cojín que decoraba la parte superior del respaldo. Entonces advirtió que le había separado las piernas por completo y tenía los pies apoyados en el suelo. Se apartó unos centímetros de Elizabeth y del asiento y volvió a embestir, enseñando los dientes como un animal enjaulado.

—Laylah, déjame soltar el respaldo. —le suplicó, mientras ella se estrellaba contra su cuerpo una y otra vez hasta que Elizabeth volvió a sentir que se acercaba el orgasmo. Cuánto deseaba poder tocarla...

—No. —respondió ella con la voz tensa.

Cogió carrerilla de nuevo y la acometió, gruñendo al percibir el sonido seco de sus cuerpos entrechocando. De pronto, se oyó un crujido que parecía venir de la chaise longe, pero afortunadamente la pieza, de un valor incalculable, no se desintegró en un montón de astillas y terciopelo bajo el peso de sus cuerpos. La cabeza de Elizabeth chocaba contra el respaldo y sus pechos rebotaban con cada nueva embestida, provocándole una sensación excitante y desconcertante.

—No hasta que te vuelvas a correr, preciosa.

En realidad, Elizabeth tampoco tenía otra alternativa. La presión que se acumulaba en su interior era casi insoportable. De pronto sintió que la marea de placer sacudía de nuevo su cuerpo y soltó un grito de incredulidad. Laylah, satisfecha, gruñó entre dientes y empezó a moverse aún más deprisa, dejando que su lado más salvaje tomara lentamente el control. Cuando se retiró sin previo aviso y apoyó las rodillas en la chaise longe, Elizabeth  no pudo reprimir un grito de protesta. La respiración de Laylah sonaba entrecortada y errática. La miró a los ojos, sorprendida por su comportamiento y sintiendo que, en su ausencia, la sensación de clímax desaparecía poco a poco; la miró a la luz de la tenue luz de emergencia, mientras ella usaba la mano para acariciarse.

—¿Laylah?

Ella empezó a correrse, y el gemido que salió de su garganta sonó como una dulce agonía, como el placer supremo. Verla disfrutar tan lejos de su cuerpo le produjo un dolor indescriptible. Bajó los brazos lentamente, sintiéndose anonadada, perdida... y muy excitada por la visión de aquella mujer tan maravillosa.

Pasados unos segundos, Laylah dejo de tocarse  y se dejó caer encima de ella. Tenía todos los músculos tensos y apenas podía respirar. Elizabeth se había sorprendido de lo hermosa que era cuando estaba suspendida encima de ella, poseyéndola en cuerpo y alma, pero ahora que la tenía tan cerca, arrodillada sobre la chaise longe, temblando de deseo, se dio cuenta de que era mucho más que eso. Deslizó una mano sobre el cuello de Laylah y le acarició el hombro, Un escalofrío estremeció el cálido cuerpo de Laylah y Elizabeth no pudo disimular una sonrisa de satisfacción.

—¿Por qué...?

—Lo siento,  no se que me sucedió... —jadeó. Aunque bien sabia Laylah que era lo que le sucedía.

—No pasa nada, Laylah. —susurró Elizabeth, y sintió una compasión indescriptible hacia Laylah. Con mucho cuidado, tiraba suavemente de ella, invitándola a tumbarse encima de ella.

—Ven. —insistió al sentir que se resistía. Laylah vaciló un instante, pero luego se dejó caer, y la presión de su cuerpo firme y  levemente pesado sobre ella le pareció un milagro.

—Estaba tan obsesionada contigo. Desde... hace semanas que no estoy con ninguna mujer, y eso no es muy habitual en mí. He sentido cómo iba creciendo dentro de mí, y de pronto me ha preocupado que....  No fuera lo suficientemente buena para ti, Qué estúpida soy. —murmuró entre jadeos.

Elizabeth le dio un beso en el hombro mientras le acariciaba la espalda. Oírla decir que hacía días que no se acostaba con nadie le provocaba una alegría inexplicable. ¿Tendría ella algo que ver con aquella abstinencia voluntaria? No, seguro que no. Le asustaban un poco las complejidades de aquella mujer, su soledad tan resoluta.
Siguió acariciándola con la mirada clavada en el rostro enigmático de la estatua, preguntándose distraídamente si Afrodita pensaba bendecir aquella relación o condenarla.


Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora