Viens avec moi

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 61
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—¿Te niegas a aceptar la derrota, aun cuando es tan evidente? Nunca dejarás de asombrarme, preciosa. —murmuró Laylah.

— Ven conmigo. —le dijo, y le tomó la mano.

Ella caminó a su lado y se detuvo al ver su imagen reflejada en el espejo. Las medias negras hasta los muslos creaban un contraste muy fuerte con la piel, que parecía muy pálida en comparación, y lo mismo ocurría con la mata de pelo que asomaba entre sus piernas. El cabello le caía alborotado hasta la cintura. Tenía los pezones duros y de un color rosa oscuro, y los pechos subían y bajaban siguiendo el ritmo de sus jadeos. Se miró en el espejo, impresionada por la transformación que había sufrido en manos del deseo.

—¿Lo ves? —preguntó Laylah, inclinándose sobre ella y arrancándole un escalofrío de placer con la suave caricia de su aliento.

— Lo ves, ¿verdad? — murmuró, y deslizó la mano sobre su vientre en un gesto posesivo.

—¿Ves lo hermosa que eres? — Elizabeth abrió la boca, pero se quedó sin habla.

—Dilo. —le susurró Laylah.— Di que ves lo mismo que veo yo cuando te miro.

—Lo veo. —respondió Elizabeth, aturdida y bastante asombrada, como si por un momento creyera que aquellos eran espejos mágicos.

—Sí. Y ese no es un poder con el que se deba jugar, ¿no crees?

Necesitó un momento para darse cuenta de que la sonrisa de Laylah no era de suficiencia ni de engreimiento. No, la expresión de su rostro era de triunfo por lo que ella misma había visto en el espejo, porque por fin lo había admitido. ¿Por qué le importaba tanto que fuera consciente de su propia belleza? La llevó hasta el extraño aparato que colgaba del techo, un batiburrillo de arneses y correas varias.

Elizabeth sentía cómo se le aceleraba el corazón por momentos al ver que Laylah tiraba de una barra negra horizontal que colgaba en el centro del aparato y que accionaba un mecanismo por el cual tres arneses forrados en piel, de unos ocho centímetros de ancho cada uno, descendían en horizontal casi hasta el suelo. Un momento... Los arneses de piel debían de servir para suspender un cuerpo en el aire.

Si la almohadilla circular era para sujetar la cabeza, uno de los arneses para el pecho y el otro para la pelvis, entonces las correas tenían que servir para atar las muñecas y los tobillos. Si se prestaba a aquel juego, estaría totalmente indefensa. Miró a Laylah mientras esta sujetaba el columpio. La luz de la lámpara se reflejaba en sus ojos. De pronto, Elizabeth se dio cuenta de que la expresión de incredulidad de su cara se desvanecía, sustituida por una fuerte presión en el pecho.

Oh, no. Cuando se trataba de Laylah Hansen, estaba completamente a su merced... y eso no tenía nada que ver con los arneses. Laylah le ofreció la mano a modo de invitación. Los músculos de todo su cuerpo se tensaron y entre sus piernas fluyó una sensación cálida y líquida. Levantó una mano, Laylah la tomo y tiró de ella.

—Ha llegado la hora de que aprendas que, cuando se juega con fuego, se puede acabar a merced de las llamas.—le dijo.

Las manos de Laylah se movieron con delicadeza y la sujetaron firmemente para levantarla del suelo y deslizar su cuerpo, boca abajo, a través de los círculos del columpio. Le colocó los arneses por debajo de la cadera, bajo los pechos y en la frente. Elizabeth soltó una exclamación de sorpresa al sentir las tiras forradas de piel hundiéndose en la carne por el peso.

—Chis.—le susurró Laylah desde arriba, acariciándole la espalda.  — El columpio está sujeto a una barra de acero situada en el techo. Es extremadamente seguro. Relájate.

Elizabeth respiró hondo al darse cuenta de que, ahora que ya estaba posicionada, el columpio parecía muy estable. Se sentía rara y excitada al mismo tiempo, y también un poco asustada, pero segura de que Laylah la mantendría a salvo. Laylah apartó la mano izquierda de su espalda y le acarició las pantorrillas y luego los tobillos. Ella miró a los lados, pero no podía ver nada a través de la espesa cortina que era su melena. Notó que le deslizaba una de las correas de nailon por un pie, luego otra por el otro, y las ajustaba a la altura del tobillo.

Le había atado los pies más bajo que el resto del cuerpo formando un ángulo, de modo que las piernas colgaban por debajo de la cadera, como si estuviera inclinada hacia delante pero suspendida en el aire. Una vez terminó con los pies, rodeó su cuerpo e hizo lo mismo con las manos, dejando que los brazos cayeran en posición semirrecta por debajo del pecho. Por la forma en que se movía y la seguridad con la que ajustaba cada uno delos mecanismos, era evidente que tenía mucha experiencia en ello.

—Espera, iré a buscar algo para sujetarte el pelo.

Por un instante, Elizabeth no pudo ver dónde estaba, hasta que notó que la peinaba con los dedos y le recogía la mata de pelo. Giró la cabeza ligeramente y vio a través del espejo cómo le sujetaba la melena con un pasador enorme. No podía apartar los ojos de ella, ni de su propio reflejo, desnudo y suspendido en el aire, vulnerable ante cualquier cosa que a Laylah se le antojara hacer con ella. Quizá Laylah notó su mirada, porque la sujetó por la barbilla y sus miradas se encontraron en el espejo.

—No tengas miedo. —le dijo.

Elizabeth parpadeó, y vio algo en sus ojos que le transmitió coraje. Pasión. Ternura. Una intención evidente de poseer, pero no de una forma violenta o aborrecible. Asintió una única vez, incapaz de pronunciar una sola palabra. Laylah se dirigió hacia la mesa, y cuando regresó, llevaba consigo la pala. Al verla firmemente sujeta en su mano, Elizabeth sintió una contracción en el clítoris. De pronto, fue consciente de lo vulnerable que era su trasero, suspendido en el aire a la altura de la cadera.

Laylah se detuvo junto a ella y levantó la pala para acariciarle las nalgas con la parte forrada en piel, mientras Elizabeth contenía el aliento. Sujetó las correas que sostenían el arnés de la cintura para que no se moviera, mientras ella lo observaba todo con los ojos saliéndose de las órbitas. Lanzó la pala al aire haciéndola girar, y cuando cayó lo hizo con el lado forrado en piel mirando hacia el trasero de Elizabeth.

—Te voy a dar diez azotes. —le dijo, apoyando la pala sobre la delicada piel de las nalgas.

Elizabeth se acaloró ante aquella sensación... ante la visión del cuero negro contra su trasero. Laylah levantó la pala y la dejó caer. Elizabeth ahogó una exclamación de dolor al sentir el impacto y su cuerpo salió proyectado ligeramente hacia delante, a pesar de que ella la sujetaba.

—Au —se le escapó al sentir de nuevo el golpe de la pala. Laylah la mantuvo sobre la piel.

—Te he dicho que te mantendría a salvo y pienso cumplirlo. —En el espejo, Elizabeth vio que le estaba mirando el trasero mientras describía círculos con la pala, masajeándoselo.

— Pero eso no significa que no habrá cierta dosis de dolor. Al fin y al cabo, se trata de un castigo.
Elizabeth gimió al sentir otro azote en la parte baja de las nalgas. Laylah emitió un gruñido grave y gutural, y le masajeó la piel de nuevo.

—Me encanta ponerte el culo rojo. —murmuró, y la golpeó. Esta vez el azote fue tan fuerte que salió disparada hacia delante, a pesar de los esfuerzos de ella por sujetarla.

— Lleva tú la cuenta, Elizabeth.  —le dijo. — Yo estoy perdiendo la concentración.

Elizabeth observó la rigidez de su expresión, con el corazón latiendo como una locomotora y la crema del clítoris acariciándola entre las piernas. ¿Laylah, perder la concentración? Volvió a retirar el brazo y Elizabeth abrió bien los ojos, lista para un nuevo envite.Plas.

—Cinco. —exclamó.

No podía apartar los ojos de ella, de su reflejo en el espejo: la forma en que la camisa se le pegaba mostrando esos senos que Elizabeth deseaba tocar, cada vez que levantaba el brazo de la pala, la atención con que la observaba, la fuerza del brazo que la sujetaba en su sitio para poder administrarle el castigo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Onde histórias criam vida. Descubra agora