Le loup

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 68
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El Instituto de Investigación y Tratamiento Genómico, un centro muy reputado situado al sureste de Londres, rodeado de unos bosques espectaculares. Elizabeth  estudió el paisaje y el edificio ultramoderno que aparecían en la página web. Tras unos minutos de lectura comprendió que aquel lugar era una de las instituciones pioneras en investigación y en el tratamiento de la esquizofrenia.

Elizabeth pensó en la madre de Laylah y sintió que se le encogía el corazón. ¿Seguía Laylah los progresos de la investigación en busca de una cura para la cruel enfermedad que debilitaba la memoria de Helen Hansen? Quizá incluso financiaba alguna de las líneas de investigación.

—¿Aaron? ¿Qué es el Instituto de Investigación y Tratamiento Genómico? —le preguntó al chófer cuando este se sentó a su lado unos minutos más tarde, fingiendo no darle demasiada importancia al tema.

—Ni idea. ¿Por qué?

—¿No lo sabes? Es una especie de centro de investigación y un hospital. ¿Laylah no te ha hablado nunca de el? —  Aaron negó con la cabeza.

—Nunca. ¿Dónde está? — Preguntó él.

—Al sudeste de Londres.

—Eso lo explica. — ᴅijo Aaron, mientras doblaba su periódico. — Si es una de las empresas del señorita Hansen en Gran Bretaña, es normal que yo no sepa nada de ella.

—¿Y eso por qué?

—No utiliza mis servicios cuando está en Londres. Tiene un apartamento allí y su propio coche.

—Vaya. —exclamó Elizabeth, disimulando la curiosidad que en realidad sentía.

— ¿Hay algún otro sitio en el que tenga coche propio y no utilice tus servicios? —  Aaron meditó la respuesta durante unos segundos.

—No, ahora que lo pienso, creo que no. Voy con ella a todas partes menos a Londres. Y no es de extrañar. La señorita Laylah es británica, así que tiene sentido que no necesite chófer cuando está en Londres. Por eso ahora mismo no estoy con ella.

—Claro. — Convino Elizabeth, sintiendo que se le aceleraba el pulso al oír las palabras de Aaron.

Laylah estaba en Londres. A ella no se lo había dicho, obviamente, y la señora Morrison tampoco lo sabía o se estaba haciendo la loca por orden del propio Laylah. Todo aquello era muy extraño. Laylah Hansen se sentía como en casa en cualquier lugar del mundo. Podía conducir ella misma, no necesitaba chófer. Lo utilizaba simplemente por conveniencia. Por algo era la loba que caminaba sola. Para ella,  todos los lugares se parecían.

Elizabeth recordaba haber capturado aquel aspecto de su carácter en el cuadro que había pintado hacía ya tantos años, y casi  la comparó  con la historia de Rudyard Kipling.Sabía por experiencia, que allá adonde iba, se sentía cómoda,  segura, ama y señora de todo lo que lo rodeaba... aunque siempre en soledad.
Entonces, ¿por qué Londres era diferente? ¿Por qué no se llevaba a su fiel chófer con ella?
Elizabeth levantó la cabeza al oír que alguien la llamaba por su nombre.

—Por fin. —dijo, incapaz de contener la alegría de tener finalmente el carnet de conducir y tragándose las ganas de seguir presionando a Aaron  en busca de respuestas.

—Conduce usted de vuelta a casa. —le dijo Aaron.

—Ya lo creo que sí.  —dijo ella sonriendo.

Al día siguiente por la tarde, estaba sentada sola en uno de los bancos del vestíbulo de Empresas Hansen. La entrada transmitía una sensación de modernidad, lujo, eficiencia y calidez, gracias a los suelos de mármol entre beige y rosado, a las maderas nobles y a la pintura cálida de las paredes. El vigilante de seguridad de la mesa circular que ocupaba el centro del vestíbulo no dejaba de mirar en su dirección, cada vez con más recelo. Elizabeth llevaba casi dos horas allí, estudiando la incidencia de la luz sobre la pared de la que colgaría su cuadro y tomando fotos con el móvil de vez en cuando.

Quería asegurarse de que tenía en cuenta la luz que incidiría en el cuadro, que, por cierto, no tardaría mucho en estar terminado. Finalmente, el vigilante de seguridad decidió que Elizabeth no podía traerse nada bueno entre manos y abandonó su puesto. Ella se puso en pie y se guardó el móvil en el bolsillo trasero de los vaqueros. No le apetecía explicarse.

—Ya me voy. —le dijo al vigilante, un hombre joven con las manos grandes y la cara como un canto rodado que la miraba fijamente, aunque no sin cierta amabilidad.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —insistió el vigilante.

—No. — Respondió Elizabeth, y dio un paso atrás. El tipo se acercó a ella, como si pensara seguirla, y ella suspiró.

— Soy la pintora que se encarga del cuadro que irá colgado de ahí. —le explicó, señalando el trozo grande de pared por encima de la mesa de vigilancia.

—Estaba comprobando el efecto de la luz en el vestíbulo. — Por la forma en que la miró, era evidente que el vigilante no se creía ni una sola palabra de lo que acababa de decirle. Elizabeth desvió la mirada y vio la entrada del restaurante Gothecy.

—Eh... disculpe. Me voy a pasar un momento por el Gothecy a saludar a Leiza. — Entró en el restaurante, y por un segundo creyó que el vigilante la seguiría hasta el interior, pero cuando miró por encima del hombro, vio que las puertas de cristal seguían cerradas y que no había rastro del vigilante. Suspiró aliviada.

—¡Elizabeth! — Reconoció la voz de Leiza al instante.

—Hola, Leiza. ¡Cloe! Hola, ¿cómo estás? —Elizabeth saludó a la pareja, contenta de encontrarse de nuevo con la hermosa mujer que había intentado que se sintiera como en casa la noche del cóctel.

Cloe y Leiza estaban una junto a la otra. Eran las tres de la tarde de un martes y el bar del restaurante estaba vacío, a excepción de ellas tres. Elizabeth se detuvo al ver que Leiza apartaba el brazo de la cintura de Cloe, ambas con una expresión evidente de culpabilidad en la mirada. ¿Por qué se sentían incómodas abrazándose delante de ella?

—Muy bien. —respondió Cloe, estrechándole la mano.

—¿Cómo va el cuadro?

—Todo lo bien que se podría esperar. Tengo problemas con la luz. Estaba sentada en el vestíbulo, estudiando cómo incidiría la luz en el cuadro según la hora del día, y el vigilante de seguridad se ha acercado para echarme. —explicó, sonriendo

— He entrado aquí huyendo de él. — Leiza se echó a reír.

—¿Te apetece algo para beber? —le preguntó, dirigiéndose hacia la entrada de la barra.

—Agua con gas y una rodaja de lima, ¿verdad?

—Sí. — Respondió Elizabeth, sorprendida de que Leiza se acordara. Cloe se sentó a su lado en uno de los taburetes y le hizo algunas preguntas más sobre el cuadro. Elizabeth se dio cuenta de que Leiza no le preguntaba a Cloe qué quería beber, sino que directamente le puso delante una botella de ginger ale.

—  Y diganme, ¿estan saliendo? —preguntó unos minutos más tarde, antes de tomar un refrescante trago de agua con gas. Leiza y Cloe la miraron sorprendidas.

—Es decir... Creí que ustedes... No importa. — Dijo finalmente. Tomó otro sorbo de agua y dejó la copa sobre la barra. — No me hagan caso. Siempre estoy diciendo tonterías. — Leiza se echó a reír y Cloe esbozó una sonrisa.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now