Une coutume

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 70
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¿Le habría parecido que le mentía? Porque Elizabeth no se había creído ni una palabra. Una parte de ella se moría de ganas de ir al ático con ella. ¿Por qué tenía que encontrarla tan irresistible? Actuaba en ella como una droga, pero resultaba mucho más peligrosa que cualquier otra adicción porque afectaba al alma; mucho más peligrosa porque no podía evitar intuir también el alma de Laylah en el proceso... y sentirse atraída por ella.

—Esperaba que hubieras cambiado de idea sobre lo que me dijiste antes de que me fuera.  —dijo ella con una voz sosegada, mientras daba un paso hacia ella.

Las nubes habían cubierto el cielo, ocultando los rayos de sol que llevaban todo el día luchando para abrirse paso entre ellas. Los ojos de Laylah se veían especialmente brillantes en contraste con el cielo oscuro y encapotado. Estaban en medio de la acera, rodeados de gente que pasaba a su lado, pero Elizabeth se sentía como si estuviera encerrada con ella dentro de una burbuja.

—Esto no es una pataleta de niña mimada como insinuaste la semana pasada, Laylah. —le dijo.

— Fuiste tú quien se fue. — Solto Elizabeth.

—Y he vuelto. Te dije que volvería. — Dijo Laylah.

—Y yo te dije que no estaría esperándote cuando...

Algo ensombreció la mirada de Laylah tras aquellas palabras. De algún modo, Elizabeth sabía que a Laylah no le gustaría oírlas de su boca.
«Me gusta saber que estás esperándome.»
Elizabeth sintió un escalofrío. Apartó la mirada de los hipnóticos ojos de Laylah y la dirigió hacia el río.

—La pintura está casi terminada. – Dijo Elizabeth.

—Lo sé. Me he pasado por el estudio para comprobar tus progresos en cuanto he llegado a casa. Es espectacular.  — Dijo Laylah.

—Gracias. — Respondió Elizabeth, intentando evitar su mirada.

—Aaron me ha dicho que has aprobado los dos exámenes. Parecía muy orgulloso de ti. — Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa tímida al oír aquello. Para ella también había sido un logro del que sentirse orgullosa, y en muchos sentidos. Se lo debía a Laylah.

—Así es. Gracias por animarme a sacármelos. —dijo, estudiando detenidamente sus zapatos.

— ¿Ha sido provechoso el viaje a Londres? — Al no obtener respuesta alguna, Elizabeth levantó la mirada.

—No creo haberte dicho adónde iba. —dijo Laylah.

—Y no me lo dijiste, lo supuse. ¿Por qué cuando vas a Londres viajas sola? —le preguntó, incapaz de contenerse. — Aaron me ha contado que nunca te acompaña. — De pronto, la expresión del rostro de Laylah se ensombreció.

—Aaron no tiene la culpa. — Repuso Elizabeth.

— Él tampoco sabía dónde estabas. Le hice algunas preguntas al respecto y, casi por casualidad, me comentó que nunca te hace de conductor cuando estás en Londres. Supuse que estarías allí, ya que Aaron seguía en Chicago.

—¿Por qué sentías tanta curiosidad? — Preguntó Laylah y Elizabeth parpadeó. Eso, ¿por qué, si intentaba fingir que ya no estaba interesada en Laylah?

—¿Qué querías enseñarme en tu casa? — A juzgar por la mirada de Laylah, estaba claro que no se le había escapado su intento de no responder a la pregunta. Le ofreció la mano, invitándola a caminar a su lado.

—Tienes que verlo, no te lo puedo describir con palabras. — Por un momento, Elizabeth no supo qué hacer.

¿De verdad estaba considerando la posibilidad de perdonarla después de haberse marchado de aquella manera, sin darle ninguna explicación? Suspiró y retomó el paso a su lado. No se había rendido, pero, al igual que aquella primera noche, le resultaba casi imposible resistirse. Quizá era por lo sola que se había sentido durante su ausencia, o porque su reaparición la había tomado por sorpresa, o quizá la culpa era de la avalancha de felicidad que había sentido al verla de nuevo. Fuera cual fuese la razón, cuando se trataba de Laylah Hansen, su capacidad de resistencia era como papel de fumar.

Al bajarse del ascensor, la entrada al ático de Laylah se le antojó extraña, a pesar de que en las últimas semanas había tenido tiempo de acostumbrarse a ella. Habían cambiado muchas cosas desde la primera vez que entró en su mundo, y sin embargo, la sensación de ansiedad y de nerviosismo seguía siendo la misma.

—Por aquí. — Dijo Laylah. Su voz, suave y tranquila, era como una mano que le acariciaba la nuca.

Cada vez sentía más curiosidad por saber qué se escondía en la estancia hacia la que se dirigían, sin duda el despacho biblioteca, sobre donde estaba La Loba  que camina sola. Cuando abrió la puerta y entró, se sorprendió al encontrarse con un hombre de perfil atendiendo a la tarea que se traía entre manos.

—¿Elliot? —exclamó atónita, al ver a su amigo en aquel lugar tan inesperado.

Elliot miró por encima del hombro y sonrió. Dejó el cuadro que tenía en las manos y se volvió hacia ella. Elizabeth lo miró y luego clavó la mirada en la pintura que descansaba sobre la mesa, junto a una de las paredes.

—¡Dios mío! ¿De dónde lo has sacado? —exclamó, sin acabar de creerse lo que estaba viendo: un paisaje urbano con el edificio Wrigley, el Union and Carbide y la torre Mather, en el 75 de East Wacker, con su forma de cohete y su estilo gótico, que había pintado cuando tenía veinte años y que había vendido a una galería de arte de las afueras por doscientos dólares.

Le había dolido separarse de aquella obra, pero no tenía elección. Antes de que Elliot pudiera responder, Elizabeth miró a su alrededor con los ojos desorbitados. Apenas podía respirar con normalidad. Sus cuadros ocupaban toda la biblioteca. Elliot los había repartido por las paredes, al menos dieciséis o diecisiete de ellos —todos largamente añorados—, con la chimenea y La Loba que camina sola como punto de partida. Nunca había visto tantos cuadros suyos juntos en un mismo sitio.

Se había separado de ellos de uno en uno, perdiendo un trocito de alma con cada venta. Una parte de ella siempre se reprochaba no haber sido capaz de mantener unido el fruto de su creatividad, como si se tratara de algo sagrado. Sin embargo allí estaban de nuevo, todos sus cuadros en una misma estancia. Apenas era capaz de contener la emoción.

—Lizzie.  —le dijo Elliot con la voz crispada. Se acercó a ella. Su sonrisa alegre se había esfumado.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó ella, al borde de las lágrimas.

—Ha sido un encargo. — Respondió él, y miró por encima del hombro de Elizabeth. Laylah estaba junto a la puerta de la biblioteca, observándola con preocupación en los ojos y algo más —algo más oscuro... más triste—, mientras estudiaba sus reacciones.

Oh, no. Elizabeth aún era capaz de protegerse frente a su arrogancia, su afán controlador, su necesidad de imponerse. Pero no podía hacer nada ante aquella expresión ansiosa y ligeramente perdida que ensombrecía el atractivo rostro de Laylah. Era demasiado. El peso de sus propias emociones cayó sobre ella como una tormenta que se precipita sobre la playa.
Y Elizabeth salió corriendo de la biblioteca.

—Deja que me ocupe yo. —le dijo Elliot a Laylah cuando esta se disponía a salir tras ella, con un nudo en la boca del estómago, tras percibir la angustia en el precioso rostro de Elizabeth. Cómo odiaba sentirse impotente. Había organizado su vida precisamente para evitar esa sensación tan desagradable, y aun así ahora no tenía más remedio que tragársela y permanecer inmóvil mientras Elliot pasaba junto a ella y salía de la biblioteca.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now