L'ami de Laylah

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 78
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—No sé nada, Elizabeth. Lo siento. Hay una pequeña parte de la vida de la señorita Laylah, que ella siempre se ha guardado para sí misma,  incluso ocultándomela a mí, que conozco cada una de sus costumbres e idiosincrasias. – Elizabeth le dio unas palmaditas en el brazo.

—Lo entiendo. —dijo. Y era cierto.

Si la señora Morrison  no sabía adónde había ido Laylah, eso solo podía significar una cosa.
Había partido hacia Londres: el corazón del universo más secreto de Laylah, el lugar al que Aaron nunca había sido invitado, ni siquiera la señora Morrison... ni tampoco Elizabeth. Sin embargo, la doctora Estrada  sí parecía conocer aquella parte de su vida. No se podía sacar la voz de Laylah de la cabeza, el tono tenso de su voz, la expresión perdida de su mirada en la recepción del hotel de París.

¿Aquella mujer era médico? ¿Y si Laylah no estaba bien? No, tenía que tratarse de otra cosa. Laylah gozaba de una condición física inmejorable y era la personificación de la salud. Elizabeth lo sabía no solo por su aspecto, sino porque había visto los resultados de sus pruebas médicas no hacía mucho, cuando ella pretendía demostrarle que estaba limpia y que no corría riesgo practicando sexo con ella.

—¿Conoce bien a la doctora Estrada? —murmuró Elizabeth.

—No. Solo la he visto un par de veces, aquí, en casa de la señorita Hansen. Creo que trabaja en Londres, pero, ahora que lo pienso, ni siquiera sé a qué rama de la medicina se dedica. Elizabeth, ¿va todo bien? —quiso saber la señora Morrison preocupada, y Elizabeth se preguntó qué habría visto en su rostro.

—Sí, estoy bien. —Le apretó el brazo para reconfortarla y se dirigió hacia la puerta de la cocina. ¿Cuánto debía de costar un billete de avión a Londres desde Chicago?

— Pero creo que yo también estaré fuera unos días.

Elliot se ofreció a acompañarla a Londres, pero Elizabeth  declinó el ofrecimiento. Le había contado sus planes, aunque someramente y sin entrar en detalles. La excusa era que la señora Morrison le había informado de que Laylah tenía problemas familiares en Londres y que había decidido ir con ella para apoyarla. En realidad, no quería que Elliot supiera que había trazado un estúpido plan sin tener la menor idea de qué hacer en cuanto su avión aterrizara en Heathrow.

Lo único que tenía claro era que la causa que provocaba los viajes de Laylah a Londres, fuera lo que fuese, era para Laylah una fuente de preocupaciones de la que había intentado mantener al margen a la gente que tenía alrededor. Seguro que se pondría furiosa con ella; eso si conseguía localizarla,  claro. Aun así, no podía soportar la idea de que sufriera y no pudiera apoyarse en nadie, y estaba convencida de que aquellas visitas tan urgentes a Londres estaban relacionadas con los demonios que plagaban su pasado.

Además, si lo que se ocultaba en Londres estaba destinado a destruir cualquier relación futura entre ellas, ¿no era mejor descubrirlo cuanto antes y no retrasar más lo que acabaría siendo inevitable? Al bajarse del avión, descubrió que Laylah la había llamado durante el vuelo de O’Hare a Heathrow. Era lo que esperaba, teniendo en cuenta que carecía de un plan concreto para cuando llegara a Londres.

Sin embargo, al intentar devolverle la llamada, le saltó el buzón de voz. Desanimada, recogió el equipaje en las cintas y aprovechó para cambiar dinero, con la esperanza de que una revelación divina le indicara la dirección del apartamento de Laylah o al menos su paradero. Por desgracia, no se le ocurrió nada, y como tampoco había conseguido contactar con ella por teléfono, decidió subirse a un taxi y pedirle al conductor que la llevara al único sitio que conectaba a Laylah con sus viajes a Londres.

—Al Instituto para la Investigación y el Tratamiento Genómico.—le dijo al conductor, refiriéndose al hospital para la investigación sobre la esquizofrenia sobre el que había leído en la tableta de Laylah. Recordaba que la doctora Estrada había hablado del «instituto».

¿Se estaría refiriendo al mismo sitio? ¿Qué otras pistas tenía para encontrarlo? Cuarenta minutos más tarde, el taxi se detuvo frente a la entrada acristalada, de diseño ultramoderno del centro. El edificio estaba rodeado de jardines y formaba parte de un parque muy extenso y lleno de árboles. A lo lejos, Elizabeth vio varias parejas paseando por un prado cubierto de césped, en las que siempre uno de los dos miembros iba vestido de blanco. ¿Eran enfermeras o celadores acompañando a pacientes?

De pronto, la incertidumbre la golpeó con la fuerza de una maza. ¿Qué se suponía que estaba haciendo allí? ¿Qué clase de locura la había llevado a subirse a un avión y cruzar medio mundo para plantarse allí, en aquel hospital de Londres, donde no conocía a nadie y además no tenía ninguna razón para estar allí? El taxista la estaba mirando fijamente.

—¿Le importaría esperarme aquí? —le preguntó Elizabeth, presa de los nervios, mientras le pagaba el trayecto.

— Puedo esperarla diez minutos como máximo.—respondió el hombre con brusquedad.

—Gracias. — Dijo ella. Si aquel viaje acababa en una calle sin salida, pronto lo sabría. Unos segundos más tarde, entró en la recepción del centro.

No era como la del edificio de Empresas Hansen, en Chicago, pero había algunas similitudes: las maderas, cálidas y elegantes; el mármol, entre rosa y beige; los muebles de colores neutrales.

—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó una mujer desde el mostrador circular cuando se acercó.

Durante unos segundos, Elizabeth permaneció en silencio, sin saber qué decir, hasta que de pronto se le ocurrió algo y lo dijo en voz alta sin que su cerebro tuviera tiempo de procesarlo.

—Sí, me gustaría ver a la doctora Estrada, por favor. — Durante una décima de segundo que a Elizabeth se le hizo eterna, miró a la mujer que la observaba con expresión ausente desde el otro lado del mostrador y sintió que el corazón se le encogía dentro del pecho.

—Por supuesto. ¿De parte de quién? — Suspiró aliviada, aunque enseguida el alivio se convirtió en ansiedad.

—Elizabeth Becker. Soy amiga de Laylah Hansen.— La mujer abrió los ojos como platos al oír pronunciar aquel nombre.

—Enseguida, señorita Becker. —dijo, y levantó el teléfono que tenía al lado.

Elizabeth esperó en ascuas mientras la recepcionista hablaba con varias personas, la última de ellas la propia doctora Estrada. ¿Qué pensaría cuando le dijeran que una desconocida que decía ser amiga de Laylah Hansen se había presentado en el instituto preguntando por ella? Por desgracia, Elizabeth solo podía oír u na mitad de la conversación, de la que no consiguió deducir nada.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now