Le dîner

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 57
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Bryan  Legrand, por su parte, tenía envidia de Laylah... seguramente hasta extremos muy violentos. Elizabeth estudió su sonrisa de dientes blancos como el marfil, que le recordaba el gesto agresivo de un animal a punto de atacar, y se preguntó si la envidia de Legrand no sería la base de su reticencia a firmar el acuerdo de venta según las condiciones de Laylah.

—¿Te apetece un agua con gas? —le preguntó Laylah cuando llegó el camarero.

—No. Creo que prefiero champán. —respondió ella, y le devolvió a Legrand la sonrisa de aprobación que este le había lanzado por su elección.

Aquella noche se sentía un poco atrevida, casi eufórica. Quizá fuera por el vestido, o por las impresionantes vistas del restaurante; tal vez fuera por el brillo en los ojos de   Legrand, que la observaba detenidamente desde el otro lado de la mesa, o por la amenaza silenciosa de Laylah antes de salir del dormitorio. La cuestión era que se sentía un poco rebelde. Y bastante excitada.¿Sería ese el crecimiento al que se refería Laylah?

—¿Dónde has encontrado una flor tan hermosa como esta, Laylah? —murmuró Legrand sin apartar la mirada de Elizabeth, después de que Ian pidiera una botella de champán. Esta le explicó que había sido la ganadora del concurso para realizar la pintura principal del vestíbulo de su empresa.

— Una mujer con talento, además de hermosa. Entiendo que hayas querido traerla esta noche.—dijo, dedicándole una mirada a su antigua compañera de universidad que a Elizabeth le pareció lobuna.

Los ojos de ella volaron hacia Laylah inmediatamente. ¿Acababa de insinuar que la había invitado a la cena a modo de distracción para quitarle hierro al tramo final de las negociaciones? Lo cierto era que ella ya se había preguntado el porqué de la invitación. Una sombra oscureció su mirada durante apenas un segundo y desapareció.

—He traído a Elizabeth conmigo porque últimamente he estado tan ocupada redactando las condiciones de la venta que casi no he podido verla.

—Y yo te lo agradezco. —le aseguró  Legrand, dirigiendo su oscura mirada al rostro y al pecho de Elizabeth. El camarero descorchó la botella de champán, empeorando la sensación de vértigo de Elizabeth.

—No hay trato que una mujer hermosa no pueda endulzar. —añadió, y ella se sonrojó avergonzada.

<< ¡Hey!,  ¡Esta insinuando que Laylah no es hermosa!>>

Elizabeth se deshizo de su rubor rápidamente, ¿Eran imaginaciones suyas o Laylah parecía más tensa que antes? Quizá no, a juzgar por el tono amigable de la conversación que acababan de entablar sobre los últimos flecos del contrato. Elizabeth creyó entender que la razón por la que se habían estancado las negociaciones era que Legrand quería que parte del pago se efectuara en acciones de la empresa de Laylah, mientras que esta prefería que se pagara todo en dinero. Era lógico que Laylah se negara a ceder parte del control, por pequeña que fuera, a otra persona. Al parecer, la oferta final era tan generosa que Legrand no podría rechazarla.

—Nadie en su sano juicio rechazaría una oferta como esa. —asintió Legrand finalmente, levantando su copa para brindar.

— Por tu nueva empresa. Elizabeth se unió al brindis, aunque la sonrisa de Laylah le parecía un poco forzada.

—Jiang Li me ha enviado a casa toda la documentación necesaria. Podríamos pasarnos por allí después de la cena para tomar la última copa y ocuparnos del papeleo.

La conversación se centró en asuntos más mundanos. Legrand le pidió a Elizabeth que le hablara de las clases y de su obra, y ella lo hizo, aunque quizá con más entusiasmo del acostumbrado, seguramente por la influencia del champán. Cuando el camarero le sirvió la tercera copa, Laylah la miró de soslayo, pero ella ignoró la sutil advertencia y celebró la idea de Legrand de pedir otra botella. Mientras disfrutaba del primer plato, una deliciosa lubina negra, Elizabeth  sintió la necesidad imperiosa de ir al lavabo. Se excusó y se dispuso a retirar la silla para levantarse, pero Laylah se le adelantó.

—Gracias. —murmuró ella, mirándola a los ojos, y empezó a quitarse la chaqueta, mientras Laylah la miraba boquiabierta.

—Tengo un poco de calor. — explicó, casi sin aliento.

A Laylah no le quedó más remedio que ayudarla, aunque la tensión en su mandíbula la delataba. Elizabeth  tomó el bolso de mano y se alejó de la mesa en busca del lavabo, debatiéndose entre la vergüenza y el orgullo de que tantas miradas la siguieran mientras cruzaba el salón del restaurante. Ojalá Laylah fuera una de esas miradas. Tanta atención empezaba a resultarle más embriagadora que el propio champán.

¿Era así como se sentían a diario las mujeres hermosas? Increíble, pensó, mientras le sonreía a un hombre de unos cuarenta años que no dejaba de mirarla. El pobre tropezó y casi tiraba a su compañera al suelo, al cogerse de su brazo para recuperar el equilibrio.Cuando volvió a la mesa y Laylah se levantó para retirarle la silla, Legrand la miró, al parecer muy divertido.

—Supongo que estarás acostumbrada a parar el tráfico allá por donde vas, Elizabeth.  —murmuró   Legrand, sosteniéndole la mirada por encima del borde de su copa de champán.

—No, para nada. —respondió ella con una sonrisa.
— Salvo una vez, cuando me dio un calambre en la pierna después de correr una minimaratón, y me caí al suelo en plena avenida Michigan.

Legrand se rió como si ella estuviera esquivando el tema deliberadamente. Tampoco parecía tan malo el tipo, ¿no? Seguro que Laylah exageraba. Le devolvió la sonrisa, y cuando miró a Laylah de soslayo, se quedó helada al descubrir en sus ojos aquel destello que siempre le recordaba la descarga de un rayo: la señal de que se avecinaba una tormenta.El resto de la velada discurrió por un sensual torbellino de comida deliciosa, cristales de Swarovski y miradas e insinuaciones por parte de Legrand, mientras, a su lado, la intensa sexualidad de Laylah hervía a fuego lento.

Elizabeth se rió mucho más de lo debido, y aplicó la misma regla con el champán y con las miradas de Legrand y de muchos de los hombres presentes en el restaurante. Mientras charlaban, se sintió muy cercana a Laylah y presentía que a ella le había pasado lo mismo. Disfrutaba sabiendo que podía embriagar a Una mujer  como Laylah con el poder tóxico de su sexualidad. Mientras tomaban café, retiró unos centímetros la silla para poder estar más cómoda y se dio cuenta de que se le había subido el vestido hasta los muslos, dejando al descubierto el principio del liguero de encaje que sujetaba las medias.

La mano de Laylah había quedado suspendida en el aire cuando se disponía a agarrar la taza de café, y sus ojos no se apartaban del regazo de Elizabeth. Sorprendida por su propia audacia, Elizabeth deslizó un dedo bajo el encaje de las medias y se acarició la suave piel del muslo imitando el movimiento de una penetración. Cuando se aventuró a lanzar una mirada inocente hacia Laylah, vio que sus ojos desprendían el calor de un infierno en llamas apenas contenidas. Tragó saliva y se bajó el vestido, sintiendo el tacto abrasador de su mirada.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora