N'aie pas peur

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 84
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Cuando terminó, Elizabeth tenía el trasero rojo y caliente al tacto. Jadeaba suavemente, y cuando la levantó del baúl y la dejó sobre el suelo, vio que también tenía las mejillas sonrosadas. Se arrodilló delante de ella y tiró de la cinta elástica hasta sacársela por los pies. Luego le quitó las esposas, le pasó la goma por la cabeza y empezó a bajarla hasta debajo de los pechos. No era fácil, pero cuando terminó, sus hermosos pechos rebosaban por encima de la goma, expuestos con el mismo erotismo que el trasero. Gruñó satisfecha, y volvió a esposarla con las manos a la espalda.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Elizabeth al verla tomar un látigo de cuero negro.

Estaba hecho de un material suave, pensado más para despertar la sensibilidad de la piel que para infligir un dolor severo. Laylah captó la nota de miedo en su voz; era la primera vez que utilizaba un látigo con ella.

— Aún no he terminado de castigarte. Esto es un látigo. —Lo sostuvo en alto para que Elizabeth pudiera examinar las finas tiras de unos treinta centímetros de largo que salían del mango.

— No tengas miedo... Parece más terrible de lo que en realidad es. Es muy seguro, sobre todo en mis manos. Te producirá un hormigueo muy agradable y despertará la sensibilidad de los nervios.

Elizabeth abrió los ojos perpleja al ver que lo levantaba, pero no se quejó al sentir el azote en el lateral de uno de sus pechos.

—¿Ves? ¿A que no es para tanto? —le preguntó muy seria,  deteniéndose para acariciarle el pecho y cubrirlo con la mano.

Al no obtener respuesta, la miró a la cara y vio que su expresión era de impotencia, aunque en sus ojos brillaba el fuego del deseo. Ella sacudió lentamente la cabeza, incapaz de decir una sola palabra. Laylah dejó de sonreír y descargó el látigo sobre el otro pecho, y luego de nuevo en el primero, sin dejar de observar con admiración cómo el color pálido de la piel se transformaba en un rosa intenso y los pezones se ponían duros. Se le hacía la boca agua por momentos.

—¿Te pican? —le preguntó un segundo después, después de dejar el látigo a un lado y masajearle los pechos con las palmas de las manos.

—Sí. —susurró Elizabeth.

—Bien. Te lo mereces. —murmuró Laylah,  Le pellizcó los pezones y ella se estremeció de placer.

— Si no tuviera tanto cuidado contigo, el castigo por lo que has hecho sería mucho más duro.

—¿Qué he hecho? ¿Enamorarme de ti? — Laylah se olvidó por un instante de su lascivo masaje y la miró a los ojos. Elizabeth jadeaba cada vez con más intensidad, y su pecho subía y bajaba sutilmente bajo sus manos.

—No. Husmear en mis negocios y espiar mi vida privada. — «Ver a mi madre en su estado más vulnerable... Verme sufrir.»

—Ya te he dicho que lo siento, Laylah. —insistió Elizabeth.

—No te creo. —dijo Laylah, y de pronto volvió a enfurecerse.

Se inclinó sobre ella y le cubrió la boca con un beso salvaje. Solo podía pensar en hundir sus labios en su sexo, tan prieto y mojado, y dejarse llevar por la pureza de aquel deseo tan intenso. Cuando se apartó, sintió el aliento cálido de Elizabeth en los labios.

—No vas a conseguir que cambie de idea. —susurró Elizabeth.

Laylah cerró los ojos, como si con ello pudiera contener la avalancha de sentimientos que se había desatado en su interior. Estaba más y más desesperada por momentos.

—Eso ya lo veremos. —le dijo, y le dio la vuelta para quitarle las esposas, sin apartar los ojos de su trasero, todavía enrojecido.

De pronto se dio cuenta, no sin cierto remordimiento, de que esta vez la había azotado con más fuerza que otras veces, aunque Elizabeth no se había quejado, ni siquiera cuando le había dado la oportunidad de hacerlo. Y la cantidad de líquido que tenía entre las piernas dejaba bien claro que la excitación era superior al dolor.

—Date la vuelta e inclínate sobre la cama. Sujétate a la madera.

Elizabeth siguió sus instrucciones sin vacilar. Se inclinó sobre la cama, de pie y doblándose hacia delante. Cuando Laylah se acercó a ella por detrás, Elizabeth ni siquiera se volvió para mirar, aunque Laylah podía sentir la curiosidad y la ansiedad que emanaba. «Dulce Elizabeth, siempre tan confiada.»

—No tengas miedo. —Murmuró Laylah.

— Esta vez quiero que te sometas al placer, no al dolor.

Conectó el vibrador a poca potencia y le separó las nalgas, dejando la entrada de la vagina al descubierto. Al ver lo mojada que estaba la pequeña abertura, el brillo que le cubría los labios y el perineo, sintió que algo se movía bruscamente en su interior. Le introdujo el vibrador por la vagina hasta el fondo. Elizabeth contuvo una exclamación de sorpresa y luego dio un bote cuando Laylah encendió las orejas del conejo, que empezaron a moverse sobre su clítoris.

—¡Oh!

—¿Te gusta? —le preguntó, y tiró del vibrador hacia fuera para luego meterlo otra vez. El sexo de Elizabeth se cerraba alrededor de la silicona con la misma fuerza que su boca cuando chupaba.

Dios, se moría de ganas de estar dentro de ella... pero tenía que esperar. Primero quería someter a Elizabeth, hacer que suplicara clemencia. ¿Por qué lo deseaba casi más que respirar? Era todo un misterio para Laylah, pero era incapaz de ahogar aquel deseo tan potente. La manipuló con el vibrador, acariciándole el sexo, dejando que las orejas del conejo hicieran su trabajo sobre la delicada piel del clítoris, sin dejar de oír ni un solo instante los gemidos de placer de Elizabeth.
Cuando su respiración se volvió entrecortada, apagó la parte del vibrador que se ocupaba del clítoris y concentró todos sus esfuerzos en darle placer en los labios y en la vagina con el juguete sexual.

—Oh, por favor.— Gimió Elizabeth.

Laylah sabía que había estado a punto de correrse y que, a pesar de que el vibrador le daba placer en la vagina, prefería sentir la caricia de las orejas del conejo sobre el clítoris.

—Tienes el clítoris muy sensible. Precipitarás el final.

—Por favor, Laylah. —repitió ella, mientras se sujetaba más firmemente en la estructura de la cama y movía la cadera adelante y atrás, penetrándose a sí misma con el vibrador.
Laylah le propinó un azote en el trasero con la mano, suficiente para dejarle una pequeña marca, y ella dejó de moverse.

—¿Quién está al mando? —Su voz sonó tranquila.

—Tú. —susurró Elizabeth después de un silencio tenso.

—Pues entonces deja de mover el culo. —le ordenó, y luego retomó el movimiento del vibrador, adentro y afuera, dejando que el grueso del aparato hiciera su trabajo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now