Ne reviens pas

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 66
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Elizabeth sabía que recordaría la noche que había pasado en brazos de Laylah, y en su cama, para siempre. Había sido increíble presenciar cómo le abría su corazón, aunque solo hubiera sido un poquito. Ella misma le había dicho que su relación sería puramente sexual, y no cabía la menor duda de que la atracción —la obsesión— que sentían la una por la otra era muy poderosa.

Pero aquella noche el intercambio había ido mucho más allá del sexo. O eso pensaba Elizabeth... Cuando se despertó, la luz del sol se filtraba a través de las suntuosas cortinas del dormitorio. Entornó los ojos, aún medio dormida, y se dio cuenta de que estaba sola en aquella cama enorme en la que, hacía apenas unas horas, había pasado tantos momentos íntimos y eróticos con Laylah.

—¿Laylah? —la llamó, con la voz aún áspera debido a las horas de sueño.

Apareció en la puerta del lavabo, increíblemente atractiva con unos pantalones azul marino, una camisa blanca y el cinturón que tanto distraía a Elizabeth por la forma en que se ajustaba a su fina cadera. ¿De verdad la había visto desnuda la noche anterior, había disfrutado de la belleza de su cuerpo reflejada en los espejos, de las líneas elegantes y poderosas de su cuerpo mientras la poseía?, ¿Había sido un sueño o realmente se habían abrazado y habían hecho el amor durante toda la noche?

—Buenos días. —la saludó, dirigiéndose hacia la cama.

—Buenos días. —respondió Elizabeth con una sonrisa, disfrutando de la calidez del sol que entraba por la ventana y de la visión de aquella mujer que tanto le gustaba.

—Me temo que me voy a tener que ir de la ciudad unos días. Aún no sé cuándo volveré. — Elizabeth sintió que se le helaba la sonrisa en los labios.  Podía oír el eco de sus palabras rebotando dentro de su cabeza como una bala perdida.

—He hablado con Aaron y te va a dar unas clases para que aprendas a llevar una moto. Me gustaría que aprovecharas para sacarte los dos permisos. Jiang te mandará las normas de circulación para motos. Te dejo mi tableta para que puedas estudiártelas. —le explicó, señalando hacia la mesa que ocupaba una esquina del dormitorio. El tono de su voz, que no admitía discusiones, no hizo más que empeorar la sensación de incredulidad de Elizabeth.

—¿Perdona, Laylah? Me he quedado en lo de «me voy de la ciudad y no sé cuándo volveré» —respondió, incorporándose en el colchón y apoyándose en un codo.

—Esta mañana he recibido una llamada. —¿Estaba evitando mirarla a la cara? — Ha surgido una emergencia y tengo que ocuparme de ella cuanto antes.

—Laylah, no. — Ella se detuvo ante el tono firme de Elizabeth, Sus ojos destellaron.

—¿No qué? —preguntó.

—No te vayas. —respondió ella. Durante unos segundos, tensos y horribles, se hizo el silencio entre las dos.

—Sé que seguramente te sientes vulnerable por lo que pasó anoche, pero no hace falta que huyas. —le suplicó, un poco sorprendida consigo misma.

¿Era eso lo que Elizabeth había temido secretamente durante toda la noche, mientras hablaban y hacían el amor y compartían sus sentimientos? ¿Que la abandonara después de compartir sus secretos más íntimos con ella?

—No sé de qué estás hablando. —dijo Laylah.
— No tengo otra alternativa, Elizabeth. Sabes que debo ocuparme de mis negocios, a veces fuera de la ciudad.

—Ah, ya veo.—dijo ella, con el pecho henchido de emoción.

— Entonces tu viaje no tiene nada que ver con lo que pasó anoche.

—No, nada que ver.—respondió Laylah con aspereza.

— ¿A qué viene todo esto? – Elizabeth bajó la mirada para ocultar las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Estaba tan enfadada, tan herida, que quería gritar.

—Sí, ¿a qué viene? —murmuró ella con amargura.

—Qué tonta eres, Elizabeth, tonta e infantil. ¿En qué momento he olvidado que esto que hay entre nosotras es solo algo sexual, un acuerdo que te favorece básicamente a ti? A ti y a tu coño, claro. No nos olvidemos del elemento crucial de todo este embrollo. Te estás comportando como una paranoica. He recibido una llamada, me tengo que ir. Eso es todo.

—¿Por qué? —preguntó Elizabeth.

— ¿Qué es tan urgente? Cuéntame. — Laylah parpadeó, claramente sorprendida por la pregunta directa de Elizabeth, que se dio cuenta de que, a causa del enfado, las comisuras de los labios se le habían puesto blancas.

—Porque necesito hacerlo. Hay ciertas cosas que son inevitables, y esta es una de ellas. No hay ningún otro motivo para mi marcha, eso debería bastarte. Además, si te comportas así, se me quitan las ganas de confiar en ti. —añadió casi sin aliento, alejándose de ella. Elizabeth sintió un subidón de adrenalina. Aquello era demasiado. ¿Cómo se atrevía a dejarla así, con la palabra en la boca, sobre todo después de haberle abierto su corazón la noche anterior... y de haber creído que él había hecho lo mismo con ella?

—Si te vas, cuando vuelvas no estaré esperándote. Se habrá acabado.  — Laylah se dio la vuelta, con las aletas de la nariz dilatadas por la ira.

—¿Me estás amenazando, Elizabeth? ¿Tan rencorosa eres?

—¿Cómo te atreves a preguntarme eso cuando eres tú la que huye como una cobarde de lo que está pasando entre nosotras? —exclamó ella, incorporándose en la cama y cubriéndose los pechos con la sábana.

—Lo único que está pasando entre nosotras es que te estás comportando como una niñata egoísta y consentida. Me ha surgido una emergencia y tengo que ocuparme de ella.

—Pues entonces explícame de qué se trata. Al menos dame ese gusto, Laylah. ¿O es que crees que, como se supone que tengo que ser siempre yo la sumisa en esta relación, ni siquiera tengo derecho a preguntar? —le espetó.

Laylah agarró la americana que había dejado sobre el respaldo de una butaca. Fue entonces cuando Elizabeth vio la maleta de piel en el suelo, junto al maletín. Era verdad que se iba. La ira se apoderó nuevamente de ella.

—Como ya te he dicho, —explicó Laylah, mientras se ponía la americana y la observaba con una mirada glacial— no tengo ganas de explicarte nada si te comportas así. —Tomó la maleta y el maletín del suelo.

— Te llamaré esta noche. Quizá para entonces ya te sientas mejor.

—No te molestes. Te aseguro que no me sentiré mejor. — Le dijo Elizabeth con toda la dignidad y la frialdad que fue capaz de acopiar.

Fue como si el color desapareciera del rostro de Laylah. Elizabeth sintió la necesidad imperiosa de retirar lo que acababa de decir, pero la testarudez y el orgullo no se lo permitieron. Laylah asintió una única vez, apretando fuerte los labios, y salió del dormitorio, cerrando la puerta tras ella con un sonido seco que sonaba a final.Elizabeth cerró los ojos y los apretó. El peso de la pena cayó sobre ella.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now