Présence

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 19
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Así estaban las cosas: tenía que trabajar como una ladrona, en plena noche. La pintura la había llamado de nuevo, a pesar de las circunstancias insostenibles que la rodeaban. Elizabeth mezcló los colores muy rápido, usando el brillo de una pequeña lámpara que había colocado sobre la mesa para poder ver, y desesperada por capturar el matiz del cielo de medianoche justo antes de que la luz empezara a cambiar. El resto de la estancia estaba sumida en la oscuridad, lo que le permitía ver mejor los brillantes edificios recortados sobre el fondo de terciopelo de la noche.

De pronto, se detuvo y miró hacia atrás, hacia la puerta del estudio, esperando tensa y con el corazón latiéndole en las orejas en medio de aquel silencio tan inquietante. Era como si las sombras se materializaran al fondo de la estancia y engañaran a sus ojos con formas extrañas. La señora Morrison le había asegurado que aquella noche estaría sola en el ático.

Laylah estaba en Berlín y ella aprovecharía para visitar a una amiga en las afueras. Aun así, no se había sentido ni un segundo a solas desde el momento en que había bajado del ascensor y pisado el terreno de Laylah. ¿Una persona viva podía impregnar una casa con su presencia, como si fuera un fantasma? Era como si Laylah estuviera presente en el lujoso ático, y en su cabeza, incluso en su piel, provocándole un cosquilleo como si alguien invisible la tocara.

-Estúpida. - se reprendió Elizabeth, acercándose al lienzo y trazando una sucesión de enérgicas pinceladas.

Ya habían pasado cuatro noches desde el día en que había estado desnuda y expuesta en el dormitorio de Laylah.Ella había intentado ponerse en contacto con ella llamándola en numerosas ocasiones, y luego estaba el vergonzoso episodio en su casa, en el que Elizabeth se había visto obligada a huir por la puerta de atrás como una idiota. La idea de volver a verla le resultaba insoportable... incluso le daba miedo.

«Te asusta lo que pueda pasar si le vuelves a ver, si oyes de nuevo su voz. Tienes miedo de acabar suplicándole como una imbécil que acabe lo que empezó la otra noche.»

Su brazo trazó una línea en el aire, delante del lienzo. Jamás. Nunca suplicaría a alguien tan arrogante como Laylah. De repente, se le erizó el vello de los brazos y miró otra vez por encima del hombro. No vio ni oyó nada fuera de lo normal, de modo que volvió a concentrarse en el cuadro.

No debería haber regresado al ático, pero tenía que acabar aquella pieza. Si no, nunca conseguiría descansar tranquila, y no porque Laylah ya le hubiera pagado: cuando llevaba un cuadro en la sangre, no conseguía recuperar la libertad hasta que estaba terminado. Se dijo a sí misma que tenía que concentrarse. El fantasma de Laylah-sus propios fantasmas- convertía la tarea en un auténtico reto.

«Te quedaste quieta como una idiota mientras te golpeaba con una pala; te tumbaste sobre su regazo completamente desnuda, y le dejaste que te azotara como si fueras una niña.»

La vergüenza inundó su conciencia. ¿Tan desesperada estaba, tras pasar buena parte de su vida con sobrepeso, por que una mujer como Laylah se sintiera atraída por ella, que estaba dispuesta a sacrificar hasta la dignidad? ¿Por qué, si no, se había dejado humillar aquella noche? ¿Hasta dónde habría llegado si Laylah Hansen le hubiera dicho que sí, que la deseaba? Aquellos pensamientos la mortificaban.

Trasladó la angustia al cuadro y al final encontró la codiciada zona de concentración creativa que tan desesperadamente estaba buscando.
Una hora más tarde, dejó a un lado la paleta de colores y limpió el exceso de pintura del pincel. Se frotó el hombro para aliviar la tensión del movimiento constante. Sus amigos siempre se sorprendían cuando les confesaba hasta qué punto era físicamente agotador pintar un cuadro de aquellas dimensiones.

De pronto, sintió que se le erizaba el vello de la nuca y su mano se detuvo en seco. Se dio la vuelta. Laylah llevaba una camisa blanca que destacaba entre las sombras y el resto de su indumentaria, más oscura. llevaba una americana y se había recogido las mangas. El oro del reloj de pulsera brillaba en la oscuridad. Elizabeth permaneció inmóvil, como si estuviera en un sueño....

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now