Souvenir

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 31
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—Dios, cómo te deseo. —le dijo casi con rabia, y acto seguido tomó posesión de su boca y le separó los labios con la lengua.

Entrar en contacto con ella  de aquella manera tan directa era como lanzarse de cabeza al foco de un incendio. La fuerza que irradiaba, su sabor, todo le inundaba los sentidos. Elizabeth se balanceó sobre los tacones y ella la sujetó más firmemente contra ella, obligándola a amoldarse a su cuerpo. Nunca antes había percibido ella un deseo tan concentrado. ¿Cuánto tiempo llevaría sufriendo aquel infierno? ¿Todo el día? ¿Toda la semana? Gimió sobre la boca de  Laylah, sintiendo que el intenso calor que desprendía su cuerpo amenazaba con derretirle la piel.

Las largas manos de Laylah buscaron el cinturón de su vestido. Cuando unos segundos más tarde selló el beso con gesto brusco, Elizabeth estaba tan excitada que la cabeza le daba vueltas. Ella dio un paso atrás y su vestido, que se ceñía sobre su cuerpo como una blusa cruzada, se abrió para que la tenue luz de la luna le bañara la piel. Laylah apartó la tela, dejándola casi desnuda, y recorrió su cuerpo con la mirada. Su rostro, siempre tan rígido, transmitía algo parecido a la reverencia, mezclada con un deseo abrasador. Se le dilataron las aletas de la nariz, un gesto simple pero que dejó a Elizabeth sin aliento.

—Quiero que te acuerdes de esto el resto de tu vida. —le dijo de repente.

—Lo haré.—respondió ella sin dudar un solo segundo, a pesar de que le asustaba el significado que se escondía detrás sus palabras. De hecho, ¿quién sería capaz de olvidarse de una experiencia tan intensa como aquella?

—Siéntate aquí. —le ordenó Laylah, colocándole las manos a ambos lados de la cadera.

Ella abrió la boca para expresarle su confusión, pero ya la estaba guiando hacia el pedestal de mármol sobre el que se erigía Afrodita. Se sentó y sintió la piedra, fría y dura, bajo la fina tela del vestido. Laylah le puso las manos sobre las rodillas y las separó. Luego se arrodilló delante de ella.

—¿Laylah? —preguntó Elizabeth, sin saber qué decir. ¿Eran imaginaciones suyas o le temblaban las manos mientras le bajaba las medias deslizándolas por los muslos y las rodillas? Se le contrajo el sexo al pensar en lo que estaba a punto de pasar.

—Pensé que podría esperar, pero no puedo.—murmuró Laylah.

Su tono de voz denotaba arrepentimiento. La miró a la cara mientras con las manos le acariciaba los muslos y la cadera, y Elizabeth sintió que su cuerpo calentaba la fría superficie del mármol.

—Si no pruebo tu piel, creo que moriré. Y si la pruebo, no seré capaz de parar. Tendré que follarte aquí mismo.

—Oh, Dios. —gimió ella con voz temblorosa, porque ya empezaba a sentir aquel extraño calor líquido acumulándose entre las piernas.

Laylah acercó la cabeza a su regazo y, con las manos, le separó aún más las piernas.
Elizabeth abrió los ojos de par en par al sentir la punta de la lengua, cálida y mojada, abriéndose paso entre los labios de su sexo para frotarle el clítoris, para clavarse en él. Hundió los dedos en su pelo, grueso y largo,  y gimió, echando la cabeza hacia atrás. A través de la espesa neblina de su éxtasis, creyó ver a Afrodita observando su iniciación con una satisfacción serena y terrenal.

Elizabeth  sintió que se derretía sobre la fría losa de mármol, perdiendo cualquier consciencia de sí misma, viviendo solo para experimentar la siguiente descarga eléctrica, la siguiente caricia de la lengua de Laylah entre las piernas. Enredó los dedos en su pelo y le encantó el tacto que tenía. ¿Cómo se las arreglaba la gente para vivir y trabajar y dormir y comer, cuando tenía tanto placer a su disposición? Quizá ella era la respuesta a su pregunta. No todo el mundo tenía una amante tan espectacular y habilidosa como Laylah a su disposición.  Su boca y su lengua debían de ser las más experimentadas en proporcionar placer de todo el planeta...

La empujó con las manos y ella se reclinó aún más en el pedestal, sujetándose con las manos y moviendo la cadera hasta encontrar un ángulo más cómodo. Laylah emitió un gruñido de satisfacción a modo de recompensa que vibró por todo el cuerpo de Elizabeth, y luego le separó todavía más las piernas, buscando, abriéndose camino entre ellas. Cuando hundió la lengua hasta el fondo, Elizabeth soltó un grito de satisfacción que resonó en el techo abovedado de la sala.

—¡Laylah!

Empezó a penetrarla con la lengua, al principio poco a poco, lánguidamente, pero a medida que fueron pasando los segundos el ritmo se volvió más acelerado. La cadera de Elizabeth se movía adelante y atrás, chocando contra ella. Laylah gruñó y la sujetó rodeándole la cintura con las manos y clavándole los dedos en las nalgas para que no se balanceara. Elizabeth ahogó una exclamación de sorpresa al sentir que le cubría por completo el sexo con la boca, sin sacar la lengua de la vagina, y usaba el labio superior para aplicar una presión constante sobre el clítoris. Al mismo tiempo, movía la cabeza a un lado y a otro entre sus piernas, estimulándola de forma más precisa.

Elizabeth abrió los ojos al máximo y, sin apartar la mirada de la diosa del sexo y del amor, se estremeció, asolada por la violencia de un orgasmo. Laylah la sujetó con fuerza, sin dejar de mover la boca con una fuerza contenida, buscando con la lengua, arrancando hasta el último vestigio de placer de su dulce y tembloroso cuerpo. Cuando ella por fin dejó de sacudirse, Laylah se tomó unos segundos para lamer el fruto de sus esfuerzos. Había imaginado que estaría deliciosa por el sabor de su boca y de su piel, pero no estaba preparada para la pura decadencia de su sexo. Estaba embriagada de ella, y aun así quería más. Además, su sexo tenía otras cosas en mente.

Atrajo el cuerpo de Elizabeth hacia ella y le dio un beso empapado de fluidos en la planicie erótica que era su vientre. Luego se levantó del suelo y su rostro se contrajo en una mueca al sentir el dolor que fluía por su entrepierna. El exquisito sabor de Elizabeth había servido para saciar su apetito sexual, aunque solo temporalmente. Y es que, en cuanto pudo contemplar su cuerpo semidesnudo sobre el pedestal —los ojos brillantes bajo la luz de la luna, el sexo mojado y abierto para ella—, sintió que regresaba con la furia incontrolable de un volcán en erupción.

La levantó del frío mármol y le gustó la forma en que se acurrucó contra ella. A veces podía llegar a ser una mujer muy testaruda, demasiado independiente. Le pareció conmovedor que apoyara la cabeza en su hombro con tanta naturalidad, como si confiara en ella. Una razón más para querer poseerla por completo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now