Temps pour toi

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 23
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Esa noche, Elizabeth se metió en la cama pero fue incapaz de conciliar el sueño. Los nervios se lo impedían. Se levantó antes de que sonara el despertador, preparó café, se tomó una taza y un bol de cereales y luego se duchó. Cuando se plantó frente al armario, se le cayó el alma a los pies. ¿Tenía algo que fuera apropiado para una escapada con Laylah Hansen? Como la respuesta a esa pregunta era un no rotundo, acabó decantándose por sus vaqueros favoritos, un par de botas, una camiseta de tirantes y una túnica verde salvia que le favorecía.

Si no podía ir sofisticada, al menos iría bien cómoda. Dedicó un tiempo considerable a alisarse la larga melena -algo que no hacía habitualmente-, y se puso máscara de ojos y un poco de brillo de labios. Cuando terminó, estudió su imagen en el espejo, se encogió de hombros y salió del baño.

Tendría que bastar con aquello. A pesar de que Laylah le había dicho que no necesitaría nada, preparó una mochila con ropa interior, algunas mudas, ropa cómoda para correr, un neceser con lo imprescindible y el pasaporte. Dejó la mochila y el bolso junto a la puerta y entró en la cocina, donde Elliot y Ethan estaban sentados a la mesa. Elliot siempre se levantaba muy temprano, incluso los domingos, pero Ethan no. Elizabeth recordó que tenía que presentar un proyecto en el trabajo y que se iba a quedar todo el fin de semana trabajando hasta las tantas.

-Qué bien que los he encontrado, chicos -les dijo mientras se servía otra taza de café, a pesar de que sabía que no debería beber más; Laylah llegaría en cualquier momento y empezaba a tener el estómago revuelto por culpa de los nervios.

- Me voy unos días.-anunció, dándose la vuelta para mirar a sus amigos.

-¿Te vas a Ann Arbor? -preguntó Ethan antes de hincar el tenedor en un gofre enorme cubierto de sirope. Los padres de Elizabeth vivían en Ann Arbor, Michigan.

-No -respondió ella, evitando la mirada curiosa de Elliot.

-Entonces, ¿adónde vas?

-Mmm... a París. - Ethan dejó de masticar y se la quedó mirando con los ojos muy abiertos. De pronto, alguien llamó a la puerta principal. Elizabeth dio un brinco y dejó la taza sobre la encimera de la cocina con tanta energía que se manchó la muñeca de café.

-Se los explicaré cuando vuelva.-le aseguró a Elliot mientras se limpiaba con un trapo. Se dirigió hacia la puerta de la cocina, pero Elliot se levantó de la mesa antes de que le diera tiempo a desaparecer.

-¿Vas con Hansen?

-Sí -respondió ella, y no pudo evitar preguntarse por qué se había sentido tan culpable al admitirlo.

-Pues llámame en cuanto puedas.-insistió Elliot.

-Ok, te llamaré mañana.-le prometió ella. Lo último que vio antes de salir de la cocina fue el gesto de preocupación en la cara de Elliot. Mierda. Cuando a Elliot le preocupaba algo, solía ser por una buena razón.

¿Estaba a punto de cometer la mayor estupidez de su vida? Abrió la puerta principal y, de pronto, todos los pensamientos sobre Elliot y su sabiduría frente a su propia estupidez se esfumaron de un plumazo. Laylah esperaba frente a la puerta, vestida con unos Vaqueros azul marino, una camisa blanca con el cuello sin abotonar y una chaqueta con capucha. Estaba para comérsela, y al menos no llevaba uno de sus trajes inmaculados, teniendo en cuenta cómo iba vestida ella.

-¿Estás lista? -le preguntó, mirándola de arriba abajo con su mirada de ojos azules. Ella asintió y tomó la mochila y el bolso.

-No... no sabía qué ponerme -se excusó, y cerró la puerta.

-No te preocupes por eso -dijo Laylah, y le tomó la mochila de las manos. Bajaron la escalera que las separaba de la acera y, cuando ella se volvió para mirarla y le sonrió, Elizabeth sintió que se le paraba el corazón.

- Estás perfecta.- Acto seguido Laylah se dio la vuelta, por suerte para Elizabeth, porque se había puesto roja como un tomate al oír el cumplido.

Cuando llegaron junto al coche, le presentó a su chófer, Aaron Esquivel, un hispano de mediana edad y sonrisa amable. Aaron tomó la mochila de Elizabeth para guardarla en el maletero, mientras Laylah le abría la puerta del coche. Se sentó en uno de esos asientos que son casi como sofás y miró a su alrededor, maravillada por la elegancia de la limusina. Lo que más la impresionó fue lo suave y lo mullido que era el asiento, y el olor: a piel mezclado con el aroma limpio y especiado de Laylah.

La pantalla del televisor estaba apagada, pero el portátil de Laylah descansaba sobre una pequeña mesa, entre los dos asientos de piel. Por los altavoces sonaba música clásica. Bach, los Conciertos de Brandenburgo, reconoció Elizabeth pasados unos segundos.
Parecía la elección perfecta para Laylah: esa mujer y la música poseían la misma precisión matemática y la misma intensidad en el alma. Sobre la mesa, junto al ordenador, había una botella recién abierta de su marca preferida de agua con gas. Laylah se quitó la chaqueta y se sentó frente a ella.

-¿Has dormido mucho? -le preguntó cuando estuvo instalada y el coche empezó a avanzar lentamente por la calle.

-Un poco -mintió Elizabeth. Ella asintió, paseando la mirada por su cara.

-Estás muy guapa. Me gusta cómo te queda el pelo así. No te lo sueles alisar, ¿verdad? - Elizabeth sintió que se volvía a poner colorada, esta vez de vergüenza.

-Me lleva demasiado tiempo.

-Tienes mucho pelo -dijo, con una leve sonrisa asomando en los labios. Quizá se había dado cuenta del rubor de sus mejillas.

- No te preocupes, no me quejo. Me gusta hasta el último mechón. ¿Te importa si trabajo un rato? -le preguntó, cambiando de tema.

- Cuanto más adelante aquí y en el avión, más tiempo tendré luego para dedicártelo.

-Claro. -convino ella, un tanto desconcertada por el cambio de tema.

No le importaba que trabajara; al contrario, le gustaba poder admirarla mientras concentraba toda su atención en alguna otra cosa que no fuera ella.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now