Conduire

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 43
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La llegada de la comida pospuso temporalmente la conversación.

—Todos los dichos tienen su parte de razón, ¿sabes? —murmuró Laylah unos minutos más tarde, observándola distraídamente mientras ella aliñaba la ensalada. —Todo eso de «tomar el mando de tu vida», de «conducir tu propio destino», de «poseerlo»...

Elizabeth levantó la mirada y sus ojos se encontraron. De pronto, recordó que esa era la palabra que Laylah había utilizado para describir lo que había hecho con ella la noche anterior en el Saint Germain, y a juzgar por la sonrisa que asomaba en los labios de ella, sabía que eso era precisamente en lo que estaba pensando.

—¿Por qué no me dejas que te enseñe a conducir? —le preguntó.

—Laylah... —empezó a decir, sintiéndose frustrada y un poco indefensa.

—No lo digo para controlarte. De hecho, me gustaría que sintieras que controlas más tu vida.—la interrumpió, cortando el filete de pollo de su plato con movimientos rápidos. Al ver que ella no decía nada, levantó la mirada del plato.

—Venga, Elizabeth —insistió— sé un poco impulsiva.

—Le dijo la sartén al cazo. —replicó ella con sarcasmo, aunque no pudo evitar sonreír ante los ánimos de Laylah. Ella le devolvió la sonrisa con un brillo sensual y malvado en los ojos, y Elizabeth no pudo evitar derretirse.

— Lo dices como si pensaras enseñarme a conducir aquí, en París, y justo después del almuerzo.

—Es exactamente lo que pretendo. —dijo Laylah, sacando el móvil. Se quedaron un buen rato en el restaurante, hablando, tomando café y esperando a que Aaron apareciera con el coche que Laylah le había pedido.

—Ahí está. —anunció Laylah, señalando con la cabeza hacia un BMW blanco y brillante con los cristales tintados.

Elizabeth le había oído pedir a Aaron por teléfono que alquilara un coche con la transmisión automática y lo llevara al restaurante. Y allí estaba el chófer, y ni siquiera había pasado media hora. Se le hacía tan extraño pensar en todas las cosas que se podían conseguir en un santiamén cuando el dinero no era un impedimento... Aún no sabía ni siquiera cómo la había convencido. Sonrió a Aaron mientras este le entregaba las llaves a Laylah.

—¿No te acercamos a ningún sitio? —le preguntó al ver que daba media vuelta y se disponía a alejarse a pie.

—Volveré al hotel caminando. No está lejos.—le aseguró Aaron con una sonrisa, y se despidió de ellas.

Laylah abrió la puerta del copiloto y Elizabeth se sintió aliviada al comprobar que no tenía intención de empezar las clases en las transitadas calles de París. Aun así, estaba segura de que todo aquello solo podía terminar en desastre.

—Es un coche precioso. —exclamó. Ocupó su asiento y observó a Laylah mientras esta ajustaba el suyo a la medida de sus largas piernas.

— ¿No podrías haber alquilado uno que ya estuviera abollado? ¿Y si me lo cargo?

—No te cargarás nada. —dijo ella, y se incorporó al tráfico. El cielo se había nublado, y ya no quedaba ni rastro del agradable sol de otoño que había brillado durante toda la mañana.

—Tienes unos reflejos excelentes y buena vista. Me di cuenta durante nuestro pequeño combate de esgrima.

La miró y descubrió que ella estaba haciendo lo mismo. Elizabeth apartó la vista, intentando disimular. Era la segunda vez que la veía conduciendo. La primera había sido el día del estudio de tatuajes. Quizá tenía razón con lo de los dichos. Desprendía una sensación de poder absoluto mientras conducía por las calles de París. Elizabeth no podía apartar la mirada de sus largas manos, con las que dominaba el volante de piel con gesto firme y seguro, como lo haría con una amante. La escena le recordó la imagen de sus dedos alrededor de la fusta y no pudo evitar estremecerse.

—¿Está demasiado fuerte el aire acondicionado? —preguntó Laylah, solícita.

—No, estoy bien. ¿Adónde vamos?

—De vuelta al Musée de Saint Germain. —murmuró— Los lunes está cerrado. En la parte de atrás hay un aparcamiento para empleados bastante grande en el que podremos practicar.

Elizabeth se vio a sí misma estampando el coche contra las elaboradas paredes del palacio y no supo qué pensar. Que el abuelo de Laylah fuese el dueño, ¿era algo bueno o algo malo? Lo que sí tenía claro era que aquella sería la peor manera posible de que el venerable conde supiera de su existencia. Veinte minutos más tarde, estaba sentada tras el volante del BMW e Laylah ocupaba el asiento del copiloto. Ocupar el asiento del conductor le provocaba una extraña sensanción.

—Creo que eso es lo básico. —dijo Laylah, después de explicarle los mecanismos fundamentales para la conducción y el uso de los pedales.

—Pisa el freno y pon la palanca de cambios en posición de conducción.

—¿Ya? —exclamó Elizabeth histérica.

—La idea es mover el coche, Elizabeth, y no podrás hacerlo mientras siga en posición de aparcamiento. —respondió con sequedad. Elizabeth obedeció, sin levantar el pie del freno.

—Ahora suelta lentamente el freno, así.—continuó Laylah, y el coche avanzó unos centímetros.

— Ahora empieza a experimentar con el acelerador... Tranquila, Elizabeth.—añadió, al ver que lo pisaba demasiado y el coche reaccionaba dando un salto.

Elizabeth volvió a pisar el freno, esta vez con más vehemencia, y ambas salieron disparadas contra el salpicadero. Mierda. La miró nerviosa.

—Como has podido comprobar, —explicó Laylah con ironía— los pedales son muy sensibles. Sigue experimentando con ellos. Es la única forma de aprender. — Elizabeth apretó los dientes, pisó ligeramente el acelerador y sintió un escalofrío de emoción al sentir que el coche respondía a la sutileza de sus demandas.

—Muy bien. Ahora gira a la izquierda y da la vuelta. —le ordenó Laylah. Pero esta vez pisó demasiado el acelerador durante la curva.

—Frena. — Y ambas salieron otra vez disparadas hacia delante.

—Lo siento. —se disculpó Elizabeth.

—Cuando te digo que frenes, me refiero a que pises suavemente el pedal para reducir la velocidad. Cuando quiera que pares el coche, te diré que pares. Si no disminuyes la velocidad en las curvas, podrías perder el control. Repítelo. — explicó; esta vez parecía más serena.

Durante la siguiente media hora, tuvo tanta paciencia con ella que Elizabeth no pudo evitar sorprenderse, sobre todo porque lo cierto es que se le daba de pena. Aun así, los frenazos bruscos y los acelerones no tardaron en empezar a desaparecer gracias a sus indicaciones, y Elizabeth pronto se sintió eufórica a los mandos del coche, que respondía con extraordinaria sutileza a sus órdenes.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now