N.O... ?

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 60
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—¿Que vas a hacer qué?

—Ya me has oído. —respondió Laylah, luego le señaló las muñecas con un gesto de la cabeza.

— Ponlas delante —le ordenó, y Elizabeth obedeció sus instrucciones sin pensárselo dos veces.

— Supongo que sabías que a muchas personas eso les gusta. —dijo, al darse cuenta de su reacción.

—¿Aunque a algunas no?

—A algunas sí. Y mucho.  — Elizabeth visualizó las facciones de Laylah y enseguida bajo su mirada.

<<Va en serio. >>

Elizabeth tomó una decisión. Dejar que la penetrara por detrás sería un castigo puro y duro, sin paliativos, por mucho que antes le hubiera puesto el estimulante, que por cierto ya empezaba a notar. Laylah se acercó a la mesa y volvió con una tira larga de seda negra: la venda para los ojos. Ella la miró con el ceño fruncido, por si acaso, y Laylah levantó la venda para atársela tapando los ojos. Cuando terminó, la Elizabeth creyó oír el sonido del cuerpo de Laylah dejándose caer sobre los cojines.  Tiró de ella para que se tumbara sobre su regazo, a lo que Elizabeth respondió inclinándose como pudo, teniendo en cuenta que tenía las muñecas esposadas, y clavándole los codos en los muslos, sólidos como rocas.

—Lo siento.—se disculpó.

—No pasa nada. ¿Recuerdas la posición que te enseñé? —murmuró Laylah desde algún punto por encima de ella.

Elizabeth asintió y deslizó los pechos por encima del muslo hasta que la curva inferior estuvo firmemente apoyada contra la pierna de ella, con las manos extendidas por encima de la cabeza y el trasero cubriendo la otra pierna. De pronto intuyó el tamaño del objeto que la iba a penetrar.

—Laylah, es imposible que puedas meterme eso en... Sin previo aviso. — le atizó en las nalgas con la palma de la mano y Elizabeth dio un salto sobre sus rodillas.

—Tiempo al tiempo, preciosa. —oyó que le decía.
— Y no sabes cuánto disfrutaré haciéndolo. Ahora no muevas el culo.

Elizabeth se mordió el labio para no gemir mientras ella la azotaba en el  trasero, y de vez en cuando en los muslos, con golpes rápidos y certeros. Cuando sintió que se le contraía el clítoris, decidió que prefería los azotes con la mano que con la pala. Le gustaba el toque personal de Laylah y sentir cómo se le iba calentando la mano, incluso los movimientos espasmódicos de su sexo cada vez que le propinaba un azote en la parte baja del trasero.

Le encantaba la forma en que se detenía de vez en cuando entre golpe y golpe y le acariciaba las nalgas con sus manos, como si quisiera aliviarle el dolor. De pronto, le apretó una nalga y alzó la cadera para frotarse contra el cuerpo de Elizabeth, y ella reaccionó con un gemido.

—¿Por qué tienes que martirizarme de esta manera, preciosa? —le oyó decir con voz un poco ronca.

—Yo me pregunto lo mismo sobre ti. —murmuró Elizabeth a punto de perder el control, con la cara hundida en el asiento del sofá, amortiguando su voz. Laylah seguía azotandola y a su clítoris le encantaba la sensación.

—Eres como una espina clavada en el costado. —dijo, y su voz destilaba tristeza.

—Lo siento. —respondió Elizabeth, que ya echaba de menos la presión y la mano con la que le había sujetado la nalga.

¿Qué estaría haciendo?, se preguntó, y giró la cabeza con la esperanza de oír algo que le diera una pista de qué se traía entre manos. De pronto, notó que le separaba las nalgas con una mano y las mantenía abiertas. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron al notar la presión firme y fría de un objeto colocado directamente sobre el ano.

—En realidad, no creo que lo sientas. —oyó que le decía Laylah desde detrás. La presión fue en aumento hasta que la punta del tapón se deslizó dentro de ella.

— Lo que creo es que te gusta que te castigue casi tanto como a mí.

—Laylah. —gimió Elizabeth, incapaz de contenerse, al notar que empujaba un poco más el tapón y luego lo movía adelante y atrás varios centímetros, sujetándolo por el asa y penetrándola suavemente gracias al lubricante.

—¿Sí? —preguntó Laylah con  voz ronca. Elizabeth abrió la boca, y su mejilla sonrojada se hundió en la tela del sofá.

—Es tan... raro —consiguió decir al fin con la voz rota.

No sabía cómo expresar con palabras lo que sentía, una mezcla entre la ansiedad de estar sobre su regazo, a merced de su voluntad; la vergüenza de permitirle controlar aquella parte tan íntima, incluso prohibida, de su cuerpo; la excitación al notar que algunas terminaciones nerviosas cobraban vida de repente y alimentaban la sensación de calor en el clítoris hasta extremos que nunca antes había experimentado... ... la emoción de sentir la tensión en los músculos de Laylah mientras la penetraba por detrás con el tapón. De repente, Elizabeth gritó sorprendida, al notar que se lo metía aún más adentro.

—¿Te duele? —le preguntó ella, manteniendo la presión con los dedos para que el tapón no se saliera.

Elizabeth sacudió la cabeza contra el sofá, incapaz de decir una sola palabra. La crema para el clítoris alcanzaba su máximo efecto. Sentía que estaba a punto de estallar y Laylah parecía haberlo percibido, porque de repente le separó los labios con la otra mano y le frotó el clítoris hasta que ella se estremeció sobre sus piernas.

—¿Empiezas a entender por qué a alguien puede gustarle esto? —tiró del tapón hasta sacarlo y luego volvió a deslizarlo dentro del ano.

Elizabeth gimió sin control. Como siempre. Los nervios de la zona sacra cobraron vida, mientras Laylah seguía penetrándola con el tapón y frotándole el clítoris con la otra mano. Si seguía así, no tardaría en tener un orgasmo.
Por desgracia, Laylah tenía otros planes. Apartó la mano de entre sus piernas y sacó el tapón, arrancándole un gemido de frustración en el proceso. Elizabeth notó el tacto de sus manos en las muñecas; Laylah le quitó las esposas y luego hizo lo mismo con la venda de la cabeza. Elizabeth entornó los ojos: incluso la sutil iluminación de la araña que colgaba del techo era demasiado brillante en contraste con la oscuridad de la venda.

—Levántate. —le ordenó, tomándola de la mano.
—Yo te ayudo.

Elizabeth agradecía la ayuda; todavía estaba desorientada por la luz y por la sensación de vacío físico que sentía.Se colocó delante de ella, tambaleándose sobre los tacones y con las mejillas rojas por la excitación. Laylah levantó la mirada desde el sofá; le brillaban los ojos. Tenía las piernas ligeramente separadas.

—Te ha gustado, ¿verdad? —le preguntó, estudiándola con los ojos entornados.

—No. — Susurró Elizabeth, consciente de que su cuerpo delataba la mentira: la piel sonrojada, las mejillas incendiadas, los pezones erectos.

Laylah sonrió y se puso en pie, y Elizabeth la miró fijamente, incapaz de disimular el deseo que la empujaba hacia ella.  Laylah  le apartó un mechón de la cara y ella se estremeció al sentir el tacto de su mano en la parte baja de la espalda, acariciándola, y la tela de sus pantalones y de la camisa rozándole la piel.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now