Mauvaise humeur

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 10
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Elizabeth estaba sentada junto a la mesa de la cocina y observaba malhumorada a Elliot mientras este preparaba unas tostadas con mantequilla.

-¿Por qué estás de tan mal humor? Aunque tampoco es que hayas estado de un humor para tirar cohetes desde ayer. ¿Sigues sin encontrarte bien? - preguntó Elliot, refiriéndose a que el día anterior había vuelto a casa directamente después de clase, en lugar de pasarse por el ático de Hansen para pintar.

-No, estoy bien -respondió Elizabeth con una sonrisa tranquilizadora que no convenció a su amigo.

Al principio, se había sentido perpleja e indignada por lo que Laylah le había dicho -y hecho- en la sala de esgrima hacía ya dos días, pero luego había empezado a preocuparse. ¿Lo ocurrido ponía en peligro el encargo? ¿Su falta de «experiencia» la convertía en alguien menos valiosa para Laylah y, por tanto, prescindible? ¿Qué pasaría si Laylah cancelaba el acuerdo y ella no encontraba la manera de pagarse las clases? Al fin y al cabo, no era la típica trabajadora de Empresas Hansen.No tenía contrato, solo su patrocinio. E Laylah tenía fama de tirana...

Se sentía tan confusa y nerviosa por la forma en que el beso podía haber alterado su posición con respecto a Laylah que no había reunido el valor para volver a pintar al día siguiente. Elliot le puso un par de tostadas en el plato y empujó el tarro de la mermelada por encima de la mesa.

-Gracias -murmuró Elizabeth, levantando el cuchillo con apatía.

-Come. Le ordenó Elliot.

-Hará que te sientas mejor. Para Elizabeth, Ethan y Christopher, Elliot era algo así como una combinación de hermano mayor, amigo y madre protectora.

Era cinco años mayor que ellos y se habían conocido tras su regreso a Northwestern para estudiar un máster en dirección de empresas. Allí había coincidido con Christopher y Ethan, que estudiaban el mismo máster y se había unido a su grupo de amigos, entre los que estaba Elizabeth.

Era historiador del arte y había vuelto a la universidad para conseguir las herramientas necesarias con las que convertir su galería en una cadena, y por ello Elizabeth y él se habían hecho amigos de inmediato. Después de que Christopher, Ethan y Elliot recibieran sus graduados, y Elizabeth su título de bachillerato, Elliot les había ofrecido casa a los tres en la ciudad.

El piso de cinco habitaciones y cuatro cuartos de baño que había heredado de sus padres en el barrio de Wicker Park era demasiado grande para él solo. Además, Elizabeth sabía que a Elliot le vendría bien la compañía. Su amigo tenía tendencia a la tristeza y estaba convencida de que tenerlos a los tres alrededor le ayudaría a mitigarla.

Los padres de Elliot lo habían rechazado cuando les confesó, siendo aún un adolescente, que era gay. Con el tiempo la situación había ido mejorando. Cuando tres años atrás sus padres murieron en un extraño accidente de navegación frente a las costas de México, la reconciliación era casi total, algo que Elliot agradecía y que al mismo tiempo le entristecía, Elliot anhelaba iniciar una relación, pero tenía tan mala suerte en los temas amorosos como Elizabeth.

Se hacían confidencias el uno al otro, el bálsamo tras las muchas citas, a cual más amarga, desafortunada y decepcionante. Los cuatro compañeros de piso eran amigos, pero Elizabeth y Elliot se parecían más en aficiones y temperamento, mientras que a christopher y a Ethan los unían las típicas obsesiones de los hombres heteros y solteros de veintitantos: una carrera lucrativa, pasárselo bien y tener sexo a menudo con mujeres guapas.

-¿Era Hansen la que ha llamado? -preguntó Elliot, desviando la mirada intencionadamente hacia el teléfono que descansaba sobre la mesa. Mierda. Se había dado cuenta de que la llamada que acababa de recibir le había afectado.

-No. Elliot le dedicó una mirada irónica como diciéndole «suéltalo ahora mismo», y ella suspiró.

Elizabeth no había contado lo sucedido en el gimnasio ni a Ethan ni a Christopher , que, como los hombres brillantes y jóvenes que eran, con sus trabajos en importantes empresas dedicadas a la inversión bancaria, no dejaban de atosigarla con preguntas sobre Laylah Hansen.

No podía explicarles que la ídola esquiva a quien tanto idolatraban la había sujetado contra la pared para besarla y acariciarle el cuerpo hasta que las piernas apenas eran capaces de aguantar su propio peso. Tampoco se lo había contado a Elliot, lo cual era un signo inequívoco de hasta qué punto la había superado toda aquella situación.

-Era Jiang Li, la ayudante personal de Hansen. admitió Elizabeth antes de pegarle un mordisco a la tostada.

-¿Y? - Masticó lentamente y tragó.

-Me ha llamado para decirme que Laylah Hansen ha decidido formalizar un contrato para la pintura. Me va a pagar por adelantado. Dice que los términos del contrato son bastante generosos y que en ningún caso Hansen podría echarse atrás y retirarme el encargo. Aunque no lo acabe, no me pedirá que le devuelva el dinero.

Elliot la miró boquiabierto y se le dobló la tostada que tenía entre los dedos. Con su pelo castaño oscuro cayéndole sobre la frente y la palidez típica de primera hora de la mañana, aparentaba dieciocho en lugar de los veintiocho que en realidad tenía.

-Entonces, ¿por qué te comportas como si te hubiera llamado para hablarte de un entierro? ¿No son buenas noticias saber que Hansen te asegura que cobrarás pase lo que pase? Elizabeth dejó la tostada en el plato. Se había quedado sin apetito desde el momento en que había comprendido lo que Jiang le decía con voz cálida y profesional.

-Necesita tener a todo el mundo bajo el pulgar de su mano -se quejó con amargura.

-¿De qué estás hablando, Lizzie? Si el contrato es tal y como dice su asistente, Hansen te está dando carta blanca. Ni siquiera tienes que dar la cara para cobrar. Elizabeth llevó su plato al fregadero.

-Exacto -murmuró, abriendo el grifo del agua.

-Y Laylha Hansen sabe perfectamente que, haciéndome esa oferta, se garantiza que dé la cara y termine el proyecto. Elliot echó la silla hacia atrás para poder mirarla.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now