Ennuyeux

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 81
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—Laylah...

Pero Laylah pasó junto a ella sin siquiera detenerse y se dirigió hacia el pasillo por el que se habían llevado a su madre. James dedicó una mirada triste a su esposa y desapareció detrás de su nieta. Anne tomó a Elizabeth hasta una silla y se sentó a su lado. La energía que irradiaba en la recepción del centro se había desvanecido sin dejar rastro.

—No culpes a Laylah. —le dijo con una sonrisa triste en los labios. — Helen y ella estaban compartiendo una mañana maravillosa y ahora... todo se ha ido al garete otra vez. Obviamente, está enfadada.

—Puedo entender por qué. —respondió Elizabeth. —No debería haber venido. No sabía que... — Anne le dio unas palmaditas en el antebrazo.

—Es una enfermedad terrible. Brutal. Ha sido muy duro para todos, pero especialmente para Laylah. Desde muy pequeña, no tuvo más remedio que convertirse en la única cuidadora de su madre. Cuando ya llevaba un tiempo viviendo con nosotros y había empezado a abrirse, me explicó que tenía que vigilarla constantemente por miedo a que la gente del pueblo se diera cuenta de su locura, la encerraran en un hospital y a ella la mandaran a un orfanato. Vivía cada día, cada hora, atemorizada ante la posibilidad de que se hiciera daño o que la separaran de ella. Apenas iba al colegio como el resto de los niños porque tenía que vigilar a Helen. El pueblo al que fueron a parar era bastante remoto y un poco atrasado. Aún hoy no sabemos cómo acabaron allí. Si el pueblo hubiera estado más cerca de la capital, estoy segura de que alguien se habría puesto en contacto con los servicios sociales para denunciar que el niño iba a clase de uvas a peras. La cuestión es que se las arregló para mantener la enfermedad de Helen en secreto, descubrió dónde guardaba su pequeña reserva de dinero y la administró frugalmente. También empezó a aceptar pequeños trabajos por el pueblo, a hacer recados para sus vecinos y, en cuanto corrió la voz de que era una genia con los aparatos eléctricos, a ocuparse de todo tipo de pequeñas reparaciones. Se encargaba de hacer la compra, de limpiar la casa y de cocinar para los dos. Mantenía la pequeña casa en la que vivían lo más ordenada posible y tomaba todo tipo de medidas de seguridad para que su madre no se hiciera daño cada vez que sufría un episodio psicótico... como el que acabas de presenciar. —Murmuró Anne, y suspiró.  — Cuando finalmente dimos con ellos, Laylah aún no había cumplido los diez años.

Elizabeth sintió un escalofrío. Era evidente por qué era tan controladora.Dios, esa pobre niña desvalida.  Qué sola debía de sentirse y qué terrible tenía que ser compartir momentos de amor y conexión durante los períodos lúcidos de su madre para que la psicosis se los llevara por delante... tal y como acababa de pasar. De repente, recordó la expresión que había visto algunas veces en su rostro y que tanto le afectaba, la mirada de alguien que no solo se ha sentido abandonada y perdido en el pasado, sino que está segura de que será rechazada de nuevo.

—Lo siento mucho, Anne. — Dijo Elizabeth, aunque sus palabras no lograban abarcar lo que sentía.

—La doctora Estrada ya nos advirtió para que no nos dejáramos llevar por el optimismo, pero a veces es difícil no tener esperanza, y Helen estaba haciendo tantos progresos... Volvía a ser ella, incluso se podía hablar con ella, con nuestra Helen. Nuestra pequeña y adorable Helen. —Suspiró.  — Bueno, hay más tratamientos en fase de investigación. Quizá algún día...

Sin embargo, Elizabeth creyó percibir algo en su voz, en la aridez de su tono, en las ligeras sombras grisáceas de su piel, que parecía indicar que Anne estaba a punto de abandonar toda esperanza de volver a ver a su hija sana y feliz. Se preguntó cuántas veces habrían visto alguna mejora en Helen y cuántas veces esa misma mejora habría terminado en fracaso bajo las garras insaciables de la locura. Unos minutos más tarde, Laylah regresó al salón y Elizabeth se puso en pie con gesto tembloroso.

—Está dormida. —le dijo Laylah a su abuela, evitando mirar a Elizabeth. —Gabriella le ha retirado la medicación nueva. Volverá a tomar la de antes. Al menos la mantenía estable.

—Si estable significa sedada, supongo que tienes razón. — Dijo Anne. Laylah torció ligeramente el gesto ante la respuesta de su abuela.  —No tenemos otra opción. Al menos antes no se hacía daño a sí misma. — Miró a Elizabeth, que no pudo evitar encogerse de miedo por dentro al ver el hielo que desprendía su mirada.

—Nos vamos. —le dijo. — He llamado a mi piloto y está preparando el avión para el vuelo de regreso a Chicago.

—De acuerdo. — Dijo Elizabeth.

Una vez a bordo del avión, tendría tiempo para explicarle por qué se había presentado allí de aquella manera. Le pediría perdón por entrometerse en sus asuntos sin permiso. Quizá conseguiría hacérselo entender... Aunque cada vez que pensaba en lo vulnerable que debía de haberse sentido, temía que nunca la perdonaría. Laylah apenas le dirigió la palabra durante todo el trayecto en coche hasta el aeropuerto. Conducía con la mirada fija en la distancia y los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Cuando Elizabeth intentó romper el silencio para disculparse, la cortó sin demasiados miramientos.

—¿Cómo has sabido dónde estaba?

—Te he visto un par de veces con la doctora Estrada, una en París y otra en tu casa. Le oí hablar del «instituto» y la señora Morrison me dijo que era médico.  — Laylah la miró de soslayo.

—Eso no explica nada, Elizabeth. — Elizabeth se hundió en su asiento.

—Pues... Cuando me dejaste la tableta para estudiar para el examen de conducir, vi que habías visitado varias veces la página del Instituto para la Investigación y el Tratamiento Genómico.

—¿Miraste mi historial de visitas?

—Sí. —admitió Elizabeth, sintiéndose más miserable por momentos. — Lo siento. Sentía curiosidad... sobre todo cuando te fuiste de aquella manera. Fue entonces cuando Aaron me dijo que nunca viajaba contigo a Londres, y empecé a atar cabos.

—Vaya, está claro que si de algo no puedo acusarte es de ser tonta. —le espetó, apretando aún más el volante. — Debes de estar muy orgullosa de tus habilidades como detective.

—Pues no. Me siento fatal, Laylah. No sabes cuánto lo siento.

Laylah no dijo nada, pero frunció los labios. Nunca la había visto tan pálida, y el contraste de la piel con el tono oscuro de sus cabellos no hacía más que empeorar el efecto. Laylah guardó silencio hasta que subieron al avión, y Elizabeth no se atrevió a decir ni mu.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now