Désolé laylah

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 59
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—Laylah, lo siento. Yo no quería... No irás a creer que mi intención era... —  Laylah le cubrió la mejilla con la mano, impidiéndole que se moviera y obligándola a guardar silencio con una sola mirada.

—Sé que tu intención no era arruinarlo todo. No eres tan rencorosa, y además tampoco eres tan lista como para saber lo que estás haciendo. Que Bryan se haya atrevido a sugerir la posibilidad de compartirte no ha sido más que la gota que ha colmado el vaso. El trato estaba destinado a fracasar desde el momento en que te ha puesto la mano encima. Le he invitado a venir a mi casa solo porque quería decírselo cara a cara, y antes de que pudiera hacerlo, ha abierto la boca y ha acabado marchándose de una forma un poco más... precipitada de lo que él esperaba.

—No me lo puedo creer. —murmuró Elizabeth horrorizada.

—Eso es porque no tienes ni idea de cómo piensan los tipos como Bryan  Legrand.  Has jugado con fuego. Tienes el cuerpo y la cara de una diosa, y la mentalidad de una niña de seis años con un juguete nuevo. — La ira se abrió paso rápidamente a través de la vergüenza.

—¡No soy una niña, Laylah, e intentaba demostrarte que no pienso permitir que sigas tratándome como si lo fuera!

—Tienes razón. —dijo ella, aumentando la presión sobre su muñeca, y se dirigió hacia el lado opuesto del enorme dormitorio tirando de ella, que apenas podía seguirle el ritmo por culpa de los tacones.

— ¿Quieres jugar como una mujer? ¿Quieres tirarme cerillas para ver si me quemo? Pues será mejor que estés dispuesta a aceptar las consecuencias, Elizabeth. —le espetó, y metió la mano en un cajón del que sacó un manojo de llaves.

Elizabeth sentía el pecho tan lleno de ansiedad y de remordimientos y de excitación que no podía respirar. ¿Para qué abría aquella habitación? Laylah tiró de su muñeca y ella la siguió al interior de una estancia de unos seis metros por cuatro. Una de las paredes estaba cubierta de cajoneras y armarios de madera de cerezo. Laylah cerró la puerta y Elizabeth miró a su alrededor. En el otro extremo de la habitación había un montón de espejos y una especie de aparato compuesto de cuerdas, arneses y tiras de nailon negro que Elizabeth observó con los ojos abiertos como platos mientras el corazón le latía desbocado en del pecho.

—Colócate frente al sofá y quítate el vestido. — Dijo Laylah.

Apartó la mirada de aquel extraño artefacto y descubrió que había un sofá en la pared opuesta a las estanterías y los espejos. Del techo colgaba una elegante lámpara de araña que, a decir verdad, no parecía fuera de lugar. Muy propio de Laylah mezclar cristal y perversiones. Había más cosas en aquella estancia sin ventanas, como dos ganchos con tiras colgando de la pared, una especie de taburete alto y curvado colocado frente a una pieza de madera sujeta a la pared como si fuera una barra de ballet y un banco acolchado.

— Laylah, ¿qué es esta habitación?

—Es la habitación en la que recibirás los castigos más severos.  —explicó ella, antes de dirigirse hacia los cajones y abrir uno de ellos.

Elizabeth abrió los ojos perpleja al ver una extensa colección de palas y otros instrumentos con cintas de cuero. Laylah escogió una, que resultó ser la de cuero negro que ya había usado antes, y a Elizabeth se le secó la boca al verla. Dios, no.

—De verdad que no era mi intención arruinarte los negocios. —se apresuró a decir.

—Y yo ya te he dicho que lo sé. No te voy a castigar por que Bryan  Legrand sea un gilipollas integral; te voy a castigar por haberme martirizado durante toda la noche. Veamos, ¿no te he dicho que te quitaras el vestido? — preguntó Laylah con un destello de diversión en la mirada mientras la observaba con sus hermosos ojos azules de ángel caído, y la pala firmemente sujeta con una mano. Elizabeth no se movió y la sonrisa no tardó en desvanecerse.

—La puerta no está cerrada, Elizabeth. Puedes irte si quieres, pero si te quedas, harás lo que te diga.

Elizabeth cruzó la estancia y se detuvo frente al sofá. Apenas podía respirar. Se llevó la mano a la espalda para bajar la cremallera del vestido y se encontró con su propia imagen, pálida y demacrada, reflejada en los espejos. Laylah, que estaba abriendo otro cajón, se quedó inmóvil mientras ella se quitaba el vestido. Ajustado como una segunda piel.

—¿Esto también? —preguntó con voz temblorosa, refiriéndose al sujetador, las bragas y las medias que llevaba, además de los tacones negros de piel de cocodrilo.

—Solo el sujetador y las bragas —respondió Laylah, y después de tomar algunas cosas de un cajón, se acercó a ella.

Elizabeth se quitó el resto de la ropa, sin alcanzar a ver qué más había dejado Laylah sobre la mesa acolchada, aparte de la pala, porque su cuerpo le bloqueaba la visión. Le pareció ver un solo objeto, algo así como un cono largo de goma negra con un anillo en la parte más gruesa. Se concentró en sus manos y, al ver el pequeño tarro de estimulante, no pudo evitar estremecerse. Laylah parecía haberse dado cuenta de hacia dónde miraba Elizabeth.  —o quizá la habían delatado los pezones erectos— porque en sus labios se dibujó una media sonrisa.

—Eso es. Me vuelvo muy débil cuando se trata de ti, hasta niveles penosos. No puedo soportar la idea de que sufras la más mínima incomodidad. —dijo Laylah mientras abría el tarro. Metió un dedo en la espesa crema blanca y la miró a los ojos.

— Incluso con esto, cuando en realidad te mereces un buen castigo, uno ejemplar. — Elizabeth tragó saliva.

—Lo siento de verdad, Laylah. —se volvió a disculpar, no porque la pala que esperaba sobre la mesa le resultara intimidante ni tampoco por el extraño tapón negro.

Laylah  frunció ligeramente el ceño y se acercó a ella. Elizabeth ahogó una exclamación al sentir sus dedos entre los labios de su sexo, extendiéndole la crema por el clítoris con una precisión que le hizo gemir.

—Te estoy malcriando.— Dijo Laylah, y retiró la mano, dejándola para que se consumiera.

—No sé si creérmelo, sobre todo porque dentro de unos minutos me habrás puesto el culo ardiendo. —murmuró ella. Laylah la miró a los ojos y Elizabeth se sorprendió al ver que sonreía de oreja a oreja.

La siguió con la mirada, cada vez más excitada, mientras ella volvía junto a la mesa y se quitaba la chaqueta. Observó cómo se le tensaban los músculos bajo la camisa mientras se subía las mangas. Tenía unos antebrazos fuertes y llevaba un reloj de oro. La visión le pareció tan erótica que enseguida notó un calor intenso en el vientre. Aquello iba en serio. Cuando volvió junto a ella, Elizabeth intentó ver qué llevaba en las manos.

—¿Tienes curiosidad? —murmuró Laylah. Ella asintió.

—Dentro de un momento te vendaré los ojos, así que antes voy a explicarte qué voy a hacer.—dijo tranquilamente, y levantó en alto las esposas con las que Elizabeth ya estaba familiarizada.

— Te voy a atar las muñecas y vendar los ojos, y luego te daré unos azotes sobre mi regazo. Cuando tengas el culo rojo,  —y levantó en alto el tapón de goma negra con uno de los extremos circular como el asa de un chupete, además del bote de gel.— lubricaré este tapón y prepararé tu culo para poder metértela.

Elizabeth sintió que se le paraba el corazón durante algunos segundos. Laylah dejó el lubricante y el tapón sobre el sofá y se desabrocho los pantalones dejándolos caer en el suelo y se dirigió a otro armario para buscar algo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora