Merci

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 52
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Laylah empezó a hacerle preguntas del código de circulación. Elizabeth las respondió todas correctamente sin dudar un solo momento. La voz del piloto les pidió que se prepararan para aterrizar; Laylah apagó la tableta y la guardó en el maletín. Su hermoso rostro permanecía impasible, pero Elizabeth intuía que estaba satisfecha con ella.

—Esta tarde tengo varias reuniones en la oficina y mañana también, pero le diré a Aaron que te lleve a hacer prácticas. Un par de veces más detrás del volante y estarás lista para sacarte el carnet. — Dijo Laylah, segura de sus palabras.

Elizabeth contuvo un arrebato de ira: era como si, para Laylah, que ella se sacara el carnet de conducir fuese un punto más en la lista mental de cosas que pensaba conseguir con la meticulosidad que la caracterizaban. Sin embargo, en lugar de quejarse, Elizabeth prefirió fijarse en algo que acababa de decir y que la había sorprendido.

—¿Esta tarde? ¿Qué hora es en Chicago? — Laylah miró la hora en su reloj.

—Más o menos la misma hora que cuando salimos de París: las once y cuarenta.

—Uau, es como si nos hubiéramos teletransportado en el tiempo. – Laylah sonrió, algo que era poco habitual en ella.

El avión inclinó el morro, listo para el aterrizaje, y a Elizabeth le pareció que la sensación de vacío que sentía en el estómago aumentaba. Aquella sonrisa lo humanizaba, simplificaba la difícil tarea de acercarse a ella. De pronto recordó a la mujer que había visto por la mañana y quiso preguntarle por ella, saber por qué parecía tan afectada tras el encuentro...  pedirle que le contara algo que la ayudara a desentrañar el misterio que la rodeaba. Pero Laylah tenía otros planes.

—Dices que eres un desastre con el dinero.—soltó. Elizabeth la miró boquiabierta. Era como si acabara de retomar una conversación del día anterior, sin vacilar un solo momento.

—¿Qué piensas hacer con el dinero que te he pagado por el cuadro? — Elizabeth agarró el reposabrazos de la butaca y hundió los dedos en ella al sentir que las ruedas del avión tocaban la pista. Laylah ni siquiera parpadeó.

—¿Qué quieres decir con qué pienso hacer? Invertirlo en mi educación... en mi futuro.

—Por supuesto, aunque no creo que necesites extender un cheque de cien mil dólares en los próximos meses, ¿no crees?— Elizabeth negó con la cabeza.

—¿Por qué no dejas que lo invierta por ti?

—No. —respondió Elizabeth sin pensárselo un segundo.

Laylah la miró fijamente, sorprendida por la vehemencia de su respuesta.Seguro que había miles de personas dispuestas a hacer lo que fuera ante una oferta como aquella y ni más ni menos que de la mismísima Laylah Hansen,la maga de las finanzas.

—No puedes ingresar tanto dinero en el banco.—Dijo Laylah, como si eso fuera lo más evidente del mundo.

— De todas formas, no tiene sentido.  — Dijo Laylah.

—¡Para mí sí! La gente como yo no invierte su dinero, Laylah.

—¿La gente como tú? ¿Te refieres a los tontos como tú? Porque eso es lo que eres si estás dispuesta a dejar todo ese dinero en una cuenta corriente.

Elizabeth se inclinó hacia delante, lista para responderle como se merecía, pero en el último momento se lo pensó mejor. Se apoyó de nuevo en el respaldo y la miró fijamente. Laylah se quedó quieta al sentir su mirada clavada en ella.

—¿Qué? —le preguntó, con un tono de voz que denotaba sospecha.

—Me encargaré de invertirlo yo misma si me enseñas cómo. — La cautela que brillaba en los ojos de Laylah se convirtió en diversión.

—No tengo tiempo para enseñarte.— Elizabeth arqueó las cejas.

—A invertir no, claro está.— Añadió, y sus labios dibujaron una sonrisa sexy. Elizabeth sintió que se le aceleraba el pulso. Que Dios me asista, pensó, Laylah Hansen era una mujer irresistible.

—¿De verdad te gustaría aprender finanzas? —Preguntó Laylah, desabrochándose el cinturón de seguridad cuando el avión se hubo detenido por completo.

—Claro. Me vendrá bien toda la ayuda que puedas prestarme. — Dijo Elizabeth y Laylah no dijo nada más. Cerró el maletín, se levantó de butaca y, tras ponerse la chaqueta, se acercó a ella y la tomó de la mano. Elizabeth se desabrochó el cinturón y Laylah la ayudó a levantarse tirando suavemente de ella.

—Veremos qué podemos hacer con el tiempo libre que nos dejen tus otras lecciones. —murmuró, inclinándose sobre ella y cubriéndole los labios con los suyos.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué unas veces estaba distante con ella y otras, en cambio, desprendía un calor tan intenso que la consumía por dentro? Media hora más tarde, se le hizo extraño ver el perfil de Chicago sobre un cielo azul eléctrico. No había cambiado en nada, pero por alguna extraña razón a Elizabeth le parecía diferente. Aaron salió de la interestatal y tomó North Avenue en dirección a su casa, y ella se preparó mentalmente para regresar a su antigua vida.

Le resultaría difícil adaptar mentalmente la nueva Elizabeth al que hasta hacía apenas unos días había sido su mundo. París la había cambiado para siempre. Laylah la había cambiado. Aunque la abandonara aquella misma tarde, ¿se arrepentiría de su despertar sexual, de conocer la profundidad y amplitud del mundo que se extendía ahora a sus pies?

—¿Vendrás a pintar mañana después de clase? —Preguntó Laylah desde su asiento en la parte trasera de la limusina.

—Sí. —respondió ella, y recogió sus cosas. Aaron acababa de detener el coche frente a la casa de Elliot.

Elizabeth miró a Laylah y se sintió un poco rara al pensar que ahora ambas volverían a sus rutinas en dos mundos que en ocasiones parecían opuestos. Aaron picó una vez en la ventanilla e Laylah se inclinó hacia ella y también la golpeó con los nudillos una sola vez. La puerta permaneció cerrada.

—Me gustaría que cenaras conmigo el jueves por la noche. — Le dijo.

—De acuerdo. — Respondió Elizabeth, halagada y nerviosa por la invitación.

—Y el viernes y el sábado me gustaría tenerte conmigo. — Elizabeth se puso colorada, pero sintió una sensación de alivio inmediata. A juzgar por el tono de su voz, era evidente que aún no había terminado con ella.

—El sábado por la noche trabajo.

—Entonces el domingo.— Dijo Laylah impertérrita.  Elizabeth asintió.

—Le he pedido a Aaron que te lleve a hacer prácticas con el coche esta misma tarde y también mañana. Hoy te recogerá a las cuatro; quizá te apetece descansar antes. Luego ya decidirán ustedes la hora para mañana.

—Yo no estaría tan segura. — Respondió Elizabeth con ironía. — Voy a salir a correr y luego tengo que preparar unas cosas para clase. —Laylah la miró en silencio. La penumbra interior del coche ocultaba su rostro. Elizabeth tragó saliva y apretó el bolso contra su pecho.

— Gracias. Por lo de París. —le dijo apresuradamente.

—Gracias a ti. —respondió ella. Cuando se disponía a abrir la puerta, Laylah la detuvo.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt