Confidentialité

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 87
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Elliot dejó el coche en un aparcamiento de pago en Wacker Drive, al sur del río, demasiado alejado del local. Mientras cruzaban el río, el viento que se levantaba sobre sus aguas atravesó la fina lana del abrigo de Elizabeth y le arrancó un escalofrío. Elliot se dio cuenta enseguida y la rodeó con un brazo, y Christopher hizo lo propio desde el otro lado, de modo que sus cuerpos la protegían del gélido viento del este. Ethan no tardó en unirse al grupo y tomó del brazo de Christopher, y los cuatro avanzaron tan apretados que, al llegar al otro lado del río, Elizabeth tropezó.

—¡Chicos, que no veo!

—Pero estás calentita, ¿verdad?

—Sí, pero...

Christopher  y Ethan la empujaron a través de una puerta giratoria y, de pronto, Elizabeth se dio cuenta de dónde estaba. Sorprendida, abrió bien los ojos e intentó retroceder por donde había venido, pero Ethan le cerró el paso, de modo que no tuvo más remedio que entrar en el vestíbulo de Empresas Hansen. Miró a su alrededor, horrorizada al saberse en territorio de Laylah tan de repente... y sin quererlo. Varias decenas de caras se volvieron al verla entrar. Entre la multitud, localizó a Jiang, siempre tan sonriente, y a Leiza y a Cloe... y a Anne y James Hansen, que le sonrieron desde la distancia.  El hombre elegante del pelo canoso que sostenía la copa de champán en alto a modo de saludo... ¿no era monsieur Garrond, el director del Musee de Saint Germain, que Laylah le había presentado en París? No, no podía ser. De pronto, reconoció a sus padres de pie junto a una planta, un tanto incómodos, él con el gesto serio y ella esforzándose por sonreír.

—¿Por qué me miran todos? —le susurró a Christopher cuando se detuvo junto a ella.
La escena era tan irreal que un pánico irracional se apoderó de ella.

—Es una sorpresa. —respondió Christopher, y la besó dulcemente en la mejilla.

— Mira, Elizabeth, todo esto es para ti. Felicidades.

Observó boquiabierta hacia donde señalaba su amigo, el trozo de pared vacío que presidía el vestíbulo del edificio. Allí estaba su cuadro, enmarcado y colgando de la pared. Quedaba genial, casi perfecto... No podía apartar la mirada de la pieza central del vestíbulo, así que Christopher tuvo que sujetarla suavemente por la barbilla y obligarla a mirar qué más tenía a su alrededor. El enorme vestíbulo estaba lleno de obras suyas, cada una de ellas expuesta en un caballete, colocadas con sumo gusto y perfectamente enmarcadas.

La gente deambulaba por la sala vestida de etiqueta, bebiendo champán y admirando sus pinturas. Un grupo interpretaba una balada suave.
Elizabeth miró a Christopher y luego a Elliot, incapaz de pronunciar una sola palabra. Elliot  le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Fue idea de Laylah. —le dijo en voz baja.

— Esto está lleno de coleccionistas multimillonarios, expertos y críticos de renombre internacional, directores de museos y propietarios de galerías de todo el planeta. Esta fiesta es en tu honor, Elizabeth; una oportunidad de oro para que el mundo sepa cuánto talento tienes.

Elizabeth se moría de vergüenza. Oh, Dios mío. ¿Toda esta gente admirando mi trabajo? Al menos no hay nadie riéndose o señalando los cuadros con gesto despectivo, pensó mientras revisaba nerviosa las caras de los presentes.

—No lo entiendo. ¿Lo planeó antes del viaje a Londres? —preguntó.

—No. Me llamó un par de días después de que regresarais de Londres y me pidió que la ayudara a arreglarlo todo. Yo me ocupé de enmarcar todas las obras. Incluso nos ha dado tiempo de comprar cuatro piezas más para la colección. Laylah se muere de ganas de enseñártelas.

De repente, comprendió las implicaciones de lo que acababa de decirle Elliot y miró hacia la multitud. Laylah se encontraba junto a sus abuelos y estaba increíblemente guapa con un vestido negro que le quedaba espectacular,  raramente se vestía de esa forma pero cuando lo hacia,  relucía por su aspecto. Cuando su mirada se posó en ella, fue como si sus ojos cobraran vida, como si se llenaran de alma. Solo Elizabeth, que había llegado a conocerla tan bien, percibía el destello de ansiedad que le cubría el rostro y que para cualquier otra persona habría pasado por simple frialdad. Elizabeth creyó que iba a darle un ataque al corazón, y se llevó la mano al pecho.

—¿Por qué lo ha hecho? —le preguntó Elizabeth a Elliot en voz baja.

—Creo que es su manera de decir que lo siente. Algunas personas envían flores; Laylah...

—Me envía el mundo.  —susurró ella. Cuando vio que Laylah se dirigía hacia ella, salió a su encuentro, moviéndose como una sonámbula hacia la mujer  de la que no podía apartar la mirada y a la que deseaba más que a nada en el mundo.

—Hola. —la saludó Laylah cuando por fin se encontraron.

—Hola. Menuda sorpresa. —consiguió responder Elizabeth, con el corazón aplastándole las entrañas y oprimiéndole los pulmones. De pronto, se dio cuenta de que cientos de miradas se habían posado en ellas, aunque ella solo era capaz de concentrarse en la calidez —la leve esperanza— que reflejaba la de Laylah.

—¿Te gusta cómo ha quedado? —le preguntó Laylah, y ella enseguida supo que se refería al cuadro.

—Sí. Es perfecto.

Laylah sonrió y el corazón de Elizabeth dio un vuelco, como siempre. Laylah levantó las manos y, al reconocer el gesto, ella se desabrochó los botones del abrigo y dio media vuelta para que pudiera deslizarlo por sus brazos. Luego se volvió con la cabeza bien alta y la espalda erguida —sí, incluso con aquel vestido de flores—, y dejó que la mirada de Laylah se paseara por todo su cuerpo, consciente de que llevaba el mismo vestido que aquella primera noche. Pronto la sonrisa se propagó hasta los ojos. tomó dos copas de champán de la bandeja de uno de los camareros y le susurró algo antes de darle el abrigo.

Un segundo después, le entregó a Elizabeth una de las copas y se acercó todavía más a ella. Elizabeth tenía la sensación de que el resto de los asistentes a la fiesta había vuelto a concentrarse en sus conversaciones, dejándoles por fin un poco de privacidad. Laylah chocó su copa contra la de Elizabeth.

—Por ti, Elizabeth. Para que tengas todo lo que te mereces en la vida, porque no hay nadie que lo merezca más que tú.

—Gracias. —murmuró ella, y tomó un sorbo de champán, sin saber muy bien cómo sentirse en semejantes circunstancias.

—¿Querrás pasar la noche conmigo, ahora durante la fiesta —miró a la multitud que llenaba el vestíbulo. — y después? Hay algunas cosas que me gustaría decirte en privado. Espero que quieras escucharme.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now