Je suis amoureuse?

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 62.5
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Laylah  le sacó el tapón lubricado del ano, arrancándole una exclamación de sorpresa, y lo dejó caer al suelo. Elizabeth no dejaba de jadear, mientras observaba hipnotizada cómo cubría el consolador sin arnés de lubricante hasta dejarlo reluciente. Luego se colocó detrás de ella y, sujetando primero las cuerdas del arnés inferior y luego las del superior, tiró hasta tener su cuerpo justo delante.

Estaba suspendida en el aire, de espaldas a Laylah, con la parte superior del cuerpo inclinada hacia delante y el trasero totalmente expuesto como si fuera una ofrenda. Apenas podía respirar. Laylah le acarició las nalgas con la punta resbaladiza y dura del consolador, y luego la apoyó sobre la entrada del ano.

— Laylah. —le suplicó, apretando los dientes.

—Ha llegado la hora, preciosa.—dijo ella con un leve gruñido.

Deslizó las manos por las cuerdas y agarró los extremos del arnés de cuero que la sujetaba por los muslos. Elizabeth no tenía escapatoria. De pronto, Laylah inclinó la cadera hacia delante y tiró de ella, deslizando el consolador varios centímetros dentro del ano. Elizabeth sintió un dolor agudo y gritó. Laylah se había quedado totalmente inmóvil, como si su cuerpo fuera un resorte a punto de saltar. Y entonces Elizabeth vio la imagen de Laylah reflejada en el espejo.

Era como si acabara de realizar un esfuerzo titánico: cada uno de los músculos de su cuerpo estaba tenso y perfectamente delineado, y tenía el abdomen y el pecho cubiertos de sudor; los muslos y el trasero estaban flexionados, manteniendo la posición. Era un espectáculo mirarla, como una tormenta sexual a punto de estallar. La parte del consolador que no estaba dentro de ella parecía desmesuradamente grande, intimidante.

—¿Estás bien? —le preguntó con la voz tensa.

—Sí. —respondió ella, y era verdad.

El dolor inicial había desaparecido, dejando tras de sí un placer prohibido e irresistible. Podía sentir la sangre hirviendo en las mejillas y los labios, y un intenso cosquilleo entre las piernas.

—Mejor, porque tienes el culo ardiendo. —murmuró Laylah, al mismo tiempo que la embestía y tiraba de su cuerpo soltando un grito desgarrador, y luego repetía la acción una y otra vez.

— Dios, qué gusto.— Dijo Laylah excitada.

Elizabeth gimió, sorprendida por la intensidad de aquella nueva sensación... y por la visión de Laylah dejándose llevar por el deseo. No había dolor, solo una presión creciente en su interior, cada vez más intensa e insoportable. Los nervios de aquella zona de su cuerpo eran tan sensibles que podía sentir hasta el último matiz del consolador.

Tenía los muslos tensos, lo que añadía aún más presión al clítoris, amenazando con desencadenar el orgasmo. No podía apartar los ojos del espejo, admirando boquiabierta cómo el consolador de Laylah desaparecía dentro de ella cada vez más, hasta que por fin sus cuerpos chocaron. Laylah la sujetó contra su pelvis y emitió un gruñido desgarrador.

El momento era demasiado intenso para Elizabeth, demasiado ardiente. Ya no podía aguantar más y empezó a temblar, dominada por la fuerza de un orgasmo mucho más poderoso que los anteriores precisamente porque llevaba mucho tiempo conteniéndolo.

Laylah maldijo entre dientes y siguió penetrándola mientras ella se corría, sirviéndose de su cuerpo con un ansia violenta y codiciosa, golpeándole las nalgas enrojecidas con la pelvis mientras tiraba de las cuerdas y se entregaba al placer de su cuerpo hasta las últimas consecuencias. La situación era tan intensa que Elizabeth no habría podido soportarla mucho más tiempo.

Estaba completamentea su merced, contrayéndose alrededor de su consolador mientras el orgasmo la atravesaba con la fuerza de una tormenta. Laylah la embistió una última vez con un gemido de indefensión, a pesar de que era ella quien estaba al mando. Le rodeó la cintura con un brazo y tiró, tratando de sujetarse a ella desesperadamente.  Inclinó la cabeza hacia delante y, con una mueca casi de dolor, apretó la boca contra la espalda de ella, que se mordió el labio y cerró los ojos al sentir que el orgasmo la atravesaba.

Laylah gimió mientras se corría, sin dejar de penetrarla y abrasándole la piel de la espalda con su aliento. Elizabeth sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, no de dolor sino por el poderoso sentimiento que le ardía dentro del pecho.
¿Se había enamorado de ella? ¿Por qué, si no sentía una confianza total y absoluta hacia ella, por qué estaba dispuesta a rendirse completamente a su voluntad? ¿Qué otra cosa podía ser aquel sentimiento que la atormentaba mientras la miraba a través del espejo? Si no se estaba enamorando, es que se estaba volviendo loca. Fuera lo que fuese, Laylah tenía razón. Estaba totalmente a su merced.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now