Cours amusants

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 53
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—Elizabeth. —Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le entregó una caja forrada de piel.

Elizabeth sintió que se quedaba sin respiración al reconocer el nombre de la joyería que compartía la planta baja del hotel. «Ha entrado en la joyería para comprarme algo a mí, no a la misteriosa mujer que la acompañaba.»

—Cuando llegamos a París, te dije que te compraría algo para el pelo, pero tú no me dejaste llevarte de compras. Espero que te gusten. – Dijo Laylah.

Elizabeth respiró hondo y abrió la caja. Sobre el terciopelo negro del interior descansaban ocho horquillas grandes, cada una de ellas rematada con un pequeño diamante. Si se hiciera un recogido con ellas, sería como si tuviera el pelo lleno de diamantes. No solo era un regalo muy caro, sino que además era elegante y muy personal. Miró a Laylah con los ojos muy abiertos.

—Le dije a la dependienta que tienes mucho pelo y me aseguró que ocho serían suficientes para sujetarlo. —Al ver que no respondía, parpadeó con fuerza.

— ¿Elizabeth? Te gustan, ¿verdad?

Si Elizabeth no hubiera percibido la nota de incertidumbre en su voz, siempre tan controlada, quizá habría tenido el ánimo suficiente para rechazar lo que sin duda era un regalo muy caro. Sin embargo...

—¿Estás de broma? Laylah, son preciosas. —Volvió a mirar las horquillas y le temblaron los labios.

— No son diamantes auténticos, ¿no?

—Espero que no sean falsos, porque he pagado mucho dinero por ellos. — respondió ella sin rastro de incertidumbre en la voz.

—¿Te las pondrás? ¿Para la cena del jueves?— Pregunto Laylah.

Elizabeth levantó la mirada de la caja. ¿Por qué le costaba tanto decirle que no? No tenía nada que ver con la necesidad que sentía de complacerla cuando practicaban sexo. Era distinto: el deseo de demostrarle que el regalo le había parecido todo un detalle, que las horquillas eran hermosas... tan hermosas como ella.

—Sí.—respondió, preguntándose si los diamantes quedarían bien con unos vaqueros.

La sonrisa que acababa de florecer en los labios de Laylah era razón suficiente para aceptar un regalo tan caro. Apartó la mirada de aquella visión tan adictiva y tiró de la maneta de la puerta.

—Y Elizabeth... — Ella giró la cabeza, sin aliento.
—Solo para que lo sepas —dijo Laylah. Por su sonrisa parecía que se estuviera burlando de sí misma. — Si no tuviera que cerrar la compra de la maldita empresa, ahora mismo estarías en mi cama y retomaríamos tus lecciones con el vigor que merecen.

Los días siguientes pasaron volando. Elizabeth corría del trabajo a clase, de clase al estudio en casa de Laylah y de allí a las prácticas con Aaron, mucho más divertidas de lo que se esperaba. El chófer de Laylah era un tipo simpático y agradable, y además poseía dos cualidades imprescindibles para ocupar el asiento del pasajero, mientras Elizabeth pilotaba uno de los coches automáticos de Laylah: nervios de acero y sentido del humor. El miércoles por la tarde, condujo por primera vez por la ciudad. Cuando detuvo el coche frente al Firestorm y puso punto muerto, se volvió hacia Aaron con una mirada de esperanza en los ojos que el chófer le devolvió con una sonrisa.

—Creo que está preparada para presentarse al examen en cuanto quiera.

—¿De verdad? —preguntó Elizabeth.

—De verdad. El examen es en las afueras. Es más fácil conducir por allí que por la ciudad.

—Siento haberte alejado tanto de tus obligaciones esta semana. —se disculpó Elizabeth mientras agarraba el bolso. Tenía turno de noche en el Firestorm y Aaron había sugerido que llevara ella misma el coche hasta la puerta del bar.

—Mis obligaciones abarcan cualquier cosa que la  señorita Hansen me ordene. — respondió Aaron. Le brillaban los ojos como si la situación le pareciera divertida.

— Y resulta que me ha ordenado que me asegure de que usted se saque el carnet de conducir. Ah, y que la mantenga a salvo durante todo el proceso.— Elizabeth bajó la cabeza para disimular su satisfacción ante aquel comentario inesperado.

—Tampoco pide mucho, ¿no? — Preguntó Elizabeth, recordando el montón de veces que había estado a punto de estampar el coche solo durante aquella tarde. A Aaron se le escapó una carcajada.

—Ha sido un paréntesis agradable dentro de la rutina diaria. Además, la señorita Laylah se ha atrincherado en su oficina desde que volvimos de París para trabajar en los detalles del acuerdo que firmarán esta semana. No me ha necesitado para nada.

Elizabeth se alegró al oír aquello. No había visto a Laylah ni sabía nada de ella desde que regresaron a Chicago, y esa ausencia no hacía más que acrecentar las ganas de cenar con ella, de verla, el jueves por la noche. Por desgracia, no la había llamado para decirle a qué hora sería la cena, así que Elizabeth decidió aprovechar la mañana del jueves y buena parte de la tarde para pintar. La señora Morrison se ocuparía de decirle que estaba en el estudio, si preguntaba por ella.

Se puso manos a la obra y enseguida sintió que todos los nervios, la emoción, las mariposas en el estómago desaparecían lentamente a medida que se iba adentrando en la sublime concentración creativa que tanto ansiaba como artista. No se detuvo hasta las siete de la tarde, cuando un calambre en el brazo la obligó a bajar el pincel y considerar el trabajo realizado.

—Es increíble.  — Al oír aquella voz, tan tranquila, tan agradable, se le erizó el vello de los brazos y de la nuca.

Se dio la vuelta; Laylah estaba junto a la puerta cerrada del estudio, vestida con un traje inmaculado gris oscuro y camisa blanca. Llevaba el pelo alborotado, como si acabara de llegar a casa desde la oficina atravesando la densa brisa del lago Michigan. Elizabeth se acercó a la mesa para limpiar el exceso de pintura del pincel, aunque en realidad necesitaba un momento para recuperar el aliento.

—Va avanzando. Estoy teniendo algunos problemas para conseguir la luz que quiero sobre el edificio de Empresas Hansen. También tendría que pasarme por allí para comprobar la luz del vestíbulo, para saber cómo quedará una vez colgado. — Dijo Elizabeth.

Vio por el rabillo del ojo que Laylah se acercaba a ella, con movimientos poderosos y elegantes como los de un animal. Metió el pincel en disolvente y se dio la vuelta. Los ojos azules de Laylah capturaron su mirada y se quedaron fijos en ella.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu