Regarde

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ᴇᴘɪsᴏᴅɪᴏ 15
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La puerta del ascensor se abrió en silencio y Elizabeth siguió a Laylah hacia el interior del ático, debatiéndose a partes iguales entre el temor y la emoción.

-Sígueme a mi dormitorio. -le dijo ella.

«Mi dormitorio.»

Era como si las palabras rebotaran dentro de su cabeza. De pronto cayó en la cuenta de que nunca había estado en aquella parte del enorme piso. La siguió de cerca, sintiéndose como una colegiala a quien han sorprendido con las manos en la masa. No podía negar que estaba emocionada, aunque no acabara de comprender la dirección que esa emoción señalaba; de algún modo, sabía que, si cruzaba la puerta de las habitaciones privadas de laylah, su vida cambiaría para siempre. Y como si ella también lo presintiera, se detuvo al llegar a una puerta de madera ricamente tallada.

-Nunca has hecho algo así, ¿verdad? -le preguntó.

-No. -admitió ella, rezando para no ponerse colorada. Ambas hablaban a media voz.

- ¿A ti te parece bien?

-Al principio no, pero te deseo tanto que tengo que entender tu inocencia. -respondió Laylah. Ella bajó la mirada.

-¿Estás segura de querer hacer esto, Elizabeth?

-Antes necesito que me respondas a una cosa.

-Lo que quieras.

-Esta noche, cuando me has llamado... cuando estaba yo en el coche... No llegaste a decirme por qué llamabas.

-¿Y te gustaría saberlo? Elizabeth asintió.

-Estaba aquí, sola en casa. No podía trabajar ni concentrarme.

-¿No dijiste que tenías invitados?

-Eso fue lo que dije. Pero cuando llegó el momento, no podía dejar de pensar en ti. Con otra no habría sido lo mismo. Elizabeth sintió que se le cortaba la respiración. De algún modo, oírla siendo tan sincera le había afectado.

-Entonces fui a tu estudio y vi lo que pintaste ayer. Es brillante, Elizabeth. De repente, supe que tenía que verte. Elizabeth inclinó aún más la cabeza para ocultar el placer que le habían provocado aquellas palabras.

-Vale. Estoy segura.

Fue ella quien dudó, hasta que levantó una mano y giró el pomo. La puerta se abrió. Le hizo un gesto con la mano y ella entró con cautela en la habitación. Laylah tocó algo en un panel de control y varias lámparas iluminaron el espacio con una luz dorada. Era una estancia preciosa: tranquila, lujosa y con mucho gusto. Frente a ella había una chimenea y, justo delante, un área para sentarse con un sofá y varias sillas. Sobre una mesa, detrás del sofá, descansaba un enorme jarrón Ming con un centro espectacular de orquídeas y lirios rojos.

Encima de la chimenea colgaba un cuadro impresionista: un campo de amapolas. Era un Monet y parecía original. Increíble. Sus ojos se posaron en la enorme cama con dosel que ocupaba la parte derecha del dormitorio, decorada, como todo lo demás, siguiendo un patrón de marrones, marfiles y granates.

-Los aposentos de la señorita de la casa. -murmuró, ofreciéndole una sonrisa temblorosa. laylah señaló hacia otra puerta con paneles y Elizabeth la siguió hasta un lavabo que era más grande que todo su dormitorio. Metió la mano en un cajón y sacó una prenda de ropa, doblada y envuelta en plástico transparente. La dejó sobre el mármol.

-Dúchate y ponte esta bata. Solo la bata. Deja tu ropa aquí. Encontrarás todo lo que necesites en estos dos cajones. Hueles a whisky y a tabaco rancio.

-Siento que no te guste.

-Disculpas aceptadas. Al oír su respuesta, Elizabeth sintió que perdía de nuevo los estribos, y a ella se le escapó una media sonrisa al ver que volvía a desafiarla. Obviamente era lo que esperaba.

-Me gustas, Elizabeth. Más de lo que imaginas. Ella abrió la boca, sorprendida ante el cumplido. ¿Algún día sería capaz de leer sus intenciones?

-Pero debes aprender a gustarme también en el dormitorio.

-Quiero hacerlo. -dijo ella, bajando la voz y sorprendiéndose a sí misma por el candor de sus palabras.

-Bien. Pues para empezar, quiero que te duches y te pongas esta bata. Cuando hayas acabado, vuelve al dormitorio para que pueda administrarte tu castigo. Laylah se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de llegar a ella.

-Ah, y lávate el pelo, por favor. Sería una lástima que tanta hermosura apestara a cenicero. -murmuró entre dientes antes de salir y cerrar la puerta tras de sí con un sonido seco.

Elizabeth se quedó un momento allí, de pie sobre el prístino suelo de mármol. ¿Laylah creía que su pelo era hermoso? ¿Le gustaba? ¿Cómo era posible que tuviera esa clase de pensamientos sobre ella? ¿Cómo podía ser que unas veces la besara hasta llevarla al borde de la combustión espontánea y otras, en cambio, la mirara con el mismo interés que a la pintura de las paredes? Se duchó a conciencia, disfrutando de la experiencia más de lo que había imaginado.

La ducha, rodeada por una lampara de cristal, se llenó rápidamente de vapor. Era como si una cálida neblina le acariciara y besara la piel desnuda. Era agradable enjabonarse con la pastilla de jabón artesanal inglés de Laylah, cubrirse con su aroma limpio y especiado. Gracias a Dios, se había depilado antes de ir a McGill's, así que no tenía que preocuparse por el vello de las piernas.

¿La azotaría desnuda? Pues claro que sí, se respondió a sí misma mientras abría la puerta de cristal para salir de la ducha. Le había dicho bien claro que no quería que llevara nada debajo de la bata. Sacó la prenda de su envoltorio de plástico. ¿Era nueva? ¿Guardaba Laylahuna reserva de batas para las mujeres que la «visitaban»? La idea le resultó desagradable, así que se la sacó de la cabeza y se concentró en encontrar un peine para su pelo mojado, un cepillo de dientes por estrenar y un bote de enjuague bucal.

Todo estaba tan bien colocado en el armario que puso especial atención en dejarlo tal y como lo había encontrado.Dobló su ropa y la colocó sobre un taburete tapizado en tela. Le llamó la atención su imagen reflejada en el espejo. Le devolvía la mirada, los ojos se veían enormes en aquel rostro tan pálido, la larga melena caía mojada sobre la espalda. Parecía un poco asustada.¿Y qué pasa si estoy asustada?, pensó.

Laylah le había dicho que la iba a azotar y que le dolería, y ella había aceptado formar parte de sus prácticas sexuales, en apariencia depravadas, porque ansiaba estar con ella. La cuestión era: ¿qué pesaba más, el miedo o el deseo de complacer a Laylah? Se dirigió hacia la puerta y la abrió.

Dame la mano y danzaremos [Finalizada]Where stories live. Discover now