31. Yo siempre gano

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Mis ojos se abren con pesadez como cada mañana al despertar, y fastidiada me remuevo en la cama

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Mis ojos se abren con pesadez como cada mañana al despertar, y fastidiada me remuevo en la cama. Hoy no despierto por falta de sueño, sino por unos ruidos que se hacen oír desde fuera de mi habitación.

Me levanto sobresaltada al comprender lo que sucede y después de calzarme, me propongo bajar a la planta baja, de donde provienen los gritos, pero me detengo en el barandal de la escalera para ver la escena desde allí con una felicidad imposible de ocultar.

Lascialo cadere, Attila! [¡Suéltalo, Attila!] —Mi primo de ocho años, Carlo, le grita a uno de sus perros raza Lebrel. Parece que le exije soltar una bolsa con algo que desconozco y que ahora no me importa conocer, porque el hecho de ver que ya están en casa me hace feliz, así que bajo las escaleras corriendo con intención de integrarme a su bienvenida.

—¡Hola! —exclamo emocionada, viendo que la familia entera se encuentra allí. Todos sonríen al verme, pero es Ruggero quien me abre sus brazos para recibirme como si de verdad me hubiera extrañado—. Estás aquí, pulgoso... No sabes cuánto te he necesitado —confieso, ejerciendo presión sobre su torso sin prestarle atención a la presencia de los demás.

Mi primo ríe de esfuerzo, pues la presión que ejerzo con mis brazos se lo dificulta bastante.

—Sé que siempre me extrañas, pero lo harás más si sigues limitando mi respiración —comenta con gracia y esta vez no lo dejaré ganar, así que le presiono con más fuerza antes de soltarlo finalmente y retirarme para saludar al resto de la familia.

Sé que dos adultos con cuatro niños y dos perros de esta raza y bastante grandes no será un ruido y aventura fácil de soportar, pero realmente estoy feliz de tenerlos aquí.

—Es que Rugge estaba insoportable, Gab —añade Alessia, mi prima de doce años que hace uso de su excelente inglés cuando agradezco su presencia con un abrazo. El aludido se muestra ofendido, pero el resto de la familia se ríe—. Dijo que se vendría él solo si no nos dábamos prisa.

Me separo de mi tía Clarissa, riendo, y me acerco al sofá donde se encuentran los infantes, cada uno atento a sus intereses.

—Gio, preciosa —saludo en un susurro a Giovanna, la pequeña de la familia que tiene cuatro años.

La castaña levanta la cabeza, despegando la mirada de las muñecas que sostiene en sus manos y frenando su conversación imaginaria con estas para verme.

—¡Arya! —exclama eufórica, soltando a sus tesoros para rodear mi cuello con sus pequeños brazos.

Me integro en una conversación con la pequeña por un rato, en el que en un esfuerzo por hablar inglés me comenta cualquier historia sobre sus muñecas; y luego me uno a Carlo, que consiguió retirar la bolsa de la boca del perro y logró sacar su pequeña consola para sentarse en el sofá e integrarse también en su mundo. Converso sobre sus juegos también con él, que ni siquiera intenta dejar el italiano, y luego me fijo en los demás.

Canela ©Where stories live. Discover now