54. Ya tenías uno

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—No diré nada más, perdón —murmuro cuando la veo bajar la cabeza, avergonzada y con las mejillas coloradas luego de que ha superado su aterrador ataque de tos, ese que ase esfumó después de que se tomo un vaso de agua entero

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—No diré nada más, perdón —murmuro cuando la veo bajar la cabeza, avergonzada y con las mejillas coloradas luego de que ha superado su aterrador ataque de tos, ese que ase esfumó después de que se tomo un vaso de agua entero.

Tengo que admitir que me está gustando causar ese efecto en ella, pero no quiero incomodarla y tampoco verla morir ahogada por mi culpa.

¿Apenas le confieso mis sentimientos y se va a morir? No me parece nada justo.

Ella asiente como única respuesta y ahora ambos nos concentramos en ponerle atención a la pantalla. O yo lo intento, porque su cercanía me está haciendo sentir extraño. A diferencia de ella, que parece estar muy cómoda con su mirada al frente y los exageradamente pausados mordiscos que le da a su dulce.

Durante el transcurso de la primera película ninguno dice muchas palabras, más allá de un "pásame la bebida, por favor", alguna que otra queja que manifiesta sobre cualquier cosa que se ve desde la pantalla o "¿no quieres otra cosa?". Esa última pregunta sale de mi boca en más de una ocasión, porque en todo el rato que llevamos sentados en este sofá —y es mucho—, no ha soltado la caja de donas. Y aunque parece luchar una batalla interna donde se obliga a comer más, no para de hacerlo.

—Dime que no vas a comer más de eso
—señalo horrorizado. Son seis donas de tamaño considerable y rellenas de una exageración de chocolate y dulce de leche lo que se ha comido con vehemencia.

Ahora sí creerá que quiero provocarle y matarla de un coma diabético. Pero en mi defensa, ella fue quien decidió comer todo eso.

No creí que cupiese tanto dulce en un cuerpo tan delgado y pequeño, pero admito que me gusta que todo se le vaya a las nalgas.

Ella me observa con una mueca y a duras penas se incorpora, para luego dejar sobre la mesa la caja con la mitad de una dona que ha cortado.

—Las amo, pero ni se te ocurra acercarme una más. ¿Acaso quieres que explote y así evitarte usar el cuchillo para no llenarte de sangre? Es eso, ¿verdad? —dice, tumbándose de forma dramática en el sofá—. Ni siquiera puedo respirar, podría morir en cualquier instante -continúa, sorprendiéndome que el tono bromista que utiliza, yo solo puedo reír.

Creí que el dramático era yo.

—¡Qué exagerada! Además, yo no dejaría que mueras.

—¿Por qué? —curiosea.

—Primero, porque no quiero sacar tu cadáver y tampoco ir preso. Y segundo, pero más importante, porque sería aburrido que no estés. O dime, ¿a quién voy a llamar piojo o Canela? —bromeo, aunque con sinceridad. Ella muestra una sonrisa tímida y me sostiene la mirada, hasta que tras unos segundos parece incomodarse y se separa.

—Bueno, haré un esfuerzo por mantenerme con vida, pero solo porque tengo muchas cosas de las cuales vengarme.

Y ahí está, la que me gusta, pero divertida.

Canela ©Where stories live. Discover now